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Humanas pasiones en el convento

Historias mundanas en territorio sagrado
Humanas pasiones en el convento

Las líneas que hoy componemos no tienen mayor pretensión que entretener al lector desde el asombro propio que genera lo inesperado. Narran episodios acontecidos en Canarias, en el ámbito conventual. No buscan juzgar, ni mucho menos desacreditar o demonizar doctrinas, aun cuando nos resulte una tarea de titanes el mantenernos neutralmente impasibles ante ciertas conductas. Recrear mentalmente algunos lances puede desatar nuestra risa, horrorizarnos, o bien regocijarnos ante la picardía e ingenio de aquellos hombres y mujeres que, con sus luces y sombras, habitaron en nuestros conventos. Aunque entre sus muros parecían estar más cerca de la virtud y lo divino, no eran inmunes a las humanas pasiones.

LAS PASIONES DE BANIVERBE Y LA ABADESA MAGDALENA.
En abril de 1641, tiempo del escándalo que nos ocupa, el convento de monjas Bernardas Descalzas de San Ildefonso, ubicado en el barrio grancanario de Vegueta donde hoy se levanta el Museo Canario, contaba con una quincena de religiosas, al frente de las cuales estaba como abadesa sor Magdalena del Sacramento, una de las monjas que ocho años atrás lo habían fundado y que por entonces sumaba 41 primaveras. Como capellán y confesor de las religiosas se encontraba desde hacía unos cuatro años el bachiller José de Baniverbe, presbítero de 40 años. Tan enrevesada y ruborizante trama se destapó a raíz de una carta remitida desde el convento por una monja a su madre, en la que se decía presa en el convento y le pedía que la hiciese llegar al Provisor de la Diócesis. Ahorraremos al lector la mayor parte de los detales, que podrá ampliar leyendo la monografía que al efecto publicó el tantas veces socorrido para estos asuntos, Agustín Millares Torres. Tras algunas peripecias que animamos al lector a conocer indagando en el trabajo del citado autor, el proceso se inició en julio de aquel año y se prolongó durante meses, destapándose una tórrida historia con más “X” que una quiniela. Entre Baniverbe y Magdalena debió darse un pasional flechazo desde que se conocieron en 1637, iniciando relaciones que con el paso del tiempo ganaron en frecuencia e intensidad, aunque restando en discreción y cuidados. Cualquier excusa parecía buena para que el confesor entrase en el convento de clausura, tanto para unirse a la abadesa, como para visitar las celdas de otras monjas. El proceso recoge escenas de lo más ¿repulsivas?, ¿evocadoras?, ¿repudiables?… gráficamente descritas por Millares Torres: “Allí les dirigía ciertas pláticas doctrinales y luego se arrodillaban todas confesando cada una en alta voz sus culpas y pecados e imponiendo el confesor las penitencias que juzgaba oportunas, concluyendo por azotarse las unas a las otras con sendas disciplinas, hallándose para esto desnudas de la cintura para arriba. En este momento caía la cortina que separa el coro del templo, aunque no con tanta rapidez, aseguran las declarantes, para que sus ojos pudieran solazarse con las variadas y desnudas formas de sus hijas de confesión”.

En fin. La cosa se comienza a complicar cuando sor Magdalena se queda embarazada en 1639, y con la complicidad de algunas subordinadas, lo oculta y termina dando a luz a un niño. Dos meses más tarde, abortaría mediante brebajes el fruto de otro embarazo. Sin embargo, los despropósitos generados por las licenciosas visitas del clérigo, que incluían reuniones de confesión en la sacristía entre éste, la abadesa, la priora y otra hermana, que terminaban con ellas desnudas ante Baniverbe, terminaron creando un enrarecido ambiente en el convento. Aquellos humanos y pecaminosos muros, además de contemplar también a las más jóvenes pecando de pensamiento y obra, fueron testigos de castigos y disciplinas crueles e injustificadas, como parte del extraño desorden de la moral que tomó las riendas. Una de las jóvenes víctimas de aquel maltrato que incluía azotes, quemaduras y encierros, fue la que con su carta permitió tirar del hilo provocando un juicio que terminó con los despropósitos, recluyendo en un convento a Baniverde, y a sor Magdalena y a sus cómplices en la clausura del convento Bernardo de la Concepción de Las Palmas. Muy atrás habían dejado aquella voluntad expresada en 1634 cuando, procedentes del convento cisterciense de San Bernardo, fundaron su nuevo monasterio pues “deseaban una vida más austera de recolección”.

UNA CALAMITOSA PROCESIÓN LAGUNERA

El paso del tiempo nos hace contemplar nuestra siguiente historia como algo realmente risible y pintoresco, un improvisado sketch digno de una gran comedia. Remito, a quienes busquen ampliar detalles o hacer un uso horrado de la anécdota que compartimos, al trabajo recopilatorio Historias de Conventos de Enma González Yanes, publicado por el Instituto de Estudio Canarios. En su colección de episodios dispares incluyó algunos que irremediablemente han llamado nuestra atención, como el relativo a una calamitosa procesión llevada a cabo por los frailes dominicos con motivo de la festividad del Corpus del año 1783. La investigadora incluye la anécdota como un ejemplo de las formas en la que lo humano, con sus ambiciones y rivalidades, puede dejar momentáneamente sin cobertura nuestra respetuosa conexión con lo divino, generando episodios tan hilarantes como el descrito. La tradición lagunera marcaba que el día del Corpus una gran procesión saliera de la Iglesia de Los Remedios, mientras que el domingo inmediato o infraoctava procesionaban por la mañana los dominicos y por la tarde los franciscanos. Todos tenían su espacio para alimentar devociones y mostrar al pueblo los “galones” de sus respectivos conventos. Sin embargo, al llover el día grande la procesión magna parroquial se trasladó al domingo por la mañana, y tras ciertas reflexiones, se canceló la de los dominicos por no haber margen, dejando a los franciscanos en su turno tradicional. Al parecen eran muchas procesiones para un solo día, con los turnos de mañana y tarde cubiertos. Los dominicos, lógicamente, se sintieron perjudicados pero ajenos al derrotismo tuvieron una ocurrencia. Tal y como recoge Yanes, “Podían hacer salir la procesión a destiempo, a una hora que no fuese la de la mañana ni la de la tarde. Lo decidieron de pronto, cuando casi no había lugar para preparativos, y después de suprimir el canto de oraciones que seguía a la colación de mediodía y de limitarse a recitadas solamente -cosa ésta que se les criticó duramente, pues las preces debían cantarse en día solemne-, sacaron la procesión a toda prisa, a las dos y media de la tarde. Pero como una procesión es o debe ser, según hemos dicho, el resultado de una preparación concienzuda y una organización minuciosa, los resultados fueron catastróficos”.

Lo que siguió a continuación fue narrado por diversidad de testigos presenciales, entre ellos el presbítero Agustín Castilla y Campos, y no tengo duda de que disponiendo de una máquina del tiempo de uso libre, quién les escribe viajaría para contemplarlo con sus propios ojos. A las 2 de la tarde se activó el operativo dentro de la iglesia, que transformó su ambiente en el de un muelle de carga. Frailes corriendo de un lado para otro, con visibles aspavientos y alboroto, empeñados en sacar a todos los santos de la iglesia, sin gente para cargarlos tanto por lo improvisado de la iniciativa como por la inhabitual hora procesional. ¿Cómo se las arreglaron? Pues trincando y metiendo por el brazo en el templo a cuantos laguneros pasaban por delante del convento. “Les tiraban de la ropa y les quitaban el sombrero, instándoles con voces destempladas -«impropias de la santidad del lugar», puntualiza D. Agustín- a que cargasen las andas”, explica Yanes.
Dentro de la iglesia, y ante la falta de portadores, los frailes competían entre ellos por anteponer una imagen a otra, sumando confusión a una escena en la que San José terminó contra el suelo al echársela encima a un jovencito que no pudo con él, recibiendo el fallido portador su preceptiva bofetada por parte del maestro de ceremonias, Maestro Rían. A puñetazos un fraile reconstruyó las andas y con unas cuerdas se las apañaron para que la imagen procesionara. Las fueron sacando poco a poco, iniciando una procesión sin casi gente, parada en la calle a la espera de cazar a vecinos que portaran a los santos que esperaban su turno en el templo. “D. Agustín comentó que tan grande era el desorden, tales los gritos de quienes cargaban y de los religiosos que pretendían poner orden, que todo aquello tenía «más de maniobra de un navío de guerra que de procesión de Su Majestad Sacramentada»”.

Las anécdotas descritas son variopintas, como la de unos muchachos que con alborozo y una nada disimulada diversión, cargaban a toda pastilla a San Antonio para, adelantando por los estrechos laterales a otras imágenes, situarse a la cabeza de la comitiva. Concluida con éxito esta maniobra intentaron repetirla con bastante peor suerte con la imagen de San Pío V, que milagrosamente no hirió a nadie en su estrepitosa caída. “El desorden llegó a su punto extremo en este momento de la caída de S. Pío, que provocó las irreverencias de muchos al levantarse y volver la cabeza atrás, que ocasionó también que la muchachada aumentara sus desacatos y algazara correteando por en medio de la misma procesión. Pareció como si de pronto la multitud, roto el freno y veleidosa como es, colaborase con gusto en la carnavalada en que se había convertido la salida de los santos a la calle, en la diversión grande e imprevista que la ocasión les deparaba. Aquello «más parecía Carnestolendas que otra cosa».”, resume nuestra autora referenciada. Con unos apaños aquí y otros allá, en ese descalabrado ambiente nutrido de diversidad de vivencias, la procesión terminó y durante días no se habló de otra cosa. La simpatía por los frailes, que en parte reivindicaban un derecho, rivalizaba en los debates con su clara desobediencia al Vicario y el daño a la fe que podía alentar el esperpéntico espectáculo ofrecido. Visto con perspectiva, un sketch en toda regla.

EL “VILLETE DE AMORES” DE FRAY ANDRÉS
Quienes conocen la historia religiosa de Canarias, o aquellos que, llevados por su interés en los aspectos más insólitos y milagreros, han picoteado en aquellos libros que hemos escrito, como Canarias Misteriosa, donde nos hemos hecho eco de tales curiosidades, tendrán a fray Andrés de Abréu como alguien familiar. Este aclamado y culto franciscano nacido en La Orotava en noviembre de 1647, amante de las letras, fue biógrafo de personajes con vida prodigiosa como el frailecillo Juan de Jesús y la monja herética Sor María Justa, promotor de la causa de beatificación de Catalina de San Mateo, y defensor de la naturaleza divinamente inspirada de la obra Mística Ciudad de Dios, de la Venerable María de Jesús de Agreda. Fray Andrés fue un hombre recto, tal vez con poca cintura para gestionar las rivalidades y conflictos de su orden, por lo que como apunta su biógrafo Leopoldo de la Rosa, se pudo ganar a pulso numerosos enemigos, especialmente en La Orotava, villa que por su tiempo era campo de batalla y nido de conspiraciones palaciegas de todo signo. “Lector jubilado, guardián de San Miguel de las Victorias, examinador sinoidal, comisario del Santo Oficio, definidor, custodio, vicario, dos veces provincial de la Orden” es parte del curriculum que De la Rosa sintetiza para alguien que también fue definido como “Padre más digno de la Orden” y los expertos tienen como figura clave en la poesía barroca canaria.
La anécdota que nos ocupa ocurrió en 1708, 17 años antes de su fallecimiento en julio 1725, cuando fue delatado ante la Inquisición por haber solicitado a una mujer en la iglesia de su convento, María de Castro, siendo el principal declarante el alférez mayor y regidor perpetuo Francisco de Valcárcel Mesa y Lugo, uno de los hombres más poderosos de La Orotava. Valcárcel tenía hermanas monjas que habían padecido la severidad monacal impuesta por el fraile en el pueblo, de manera que no parecía muy neutral. Este presentó como prueba el denominado “Villete de amores”, un texto sin firma ni fecha que delataría las pretensiones amorosas del fraile y que reproducimos tomando de su biógrafo:

«Hija mía: quantos deseos tenía de verte se malograron ayer de darte una sola vista en la calle y en la prosessión, tan arrobada de ver un hombre negro con un bastón en la mano que no pusiste los ojos en otra cosa, ni en el Señor que tenías presente. Válgame Dios que encanto y que desengaño de lo que son criaturas. Grandes medios has de tener con la adoración de aquel bulto, Dios te tenga bien con él. Recive lo que lleva el nifio para que conbides primero a tu querida Nicolasa y su consorte y despues a tu hermana Osebia, que para lo primero es lo último. A Dios que te guarde como deseo.»
A la ambivalencia interpretativa de un texto que resuma cultura, se sumaba la buena reputación de la que, a pesar de su férreo carácter, gozaba el fraile, de manera que la Inquisición no le puso mayor asunto a acusación, pudiéndose referir el citado billete al matrimonio de la citada María de Castro con el alférez Diego Isidro. Dicha unión, en la que precisamente ejerció de testigo Valcarcel, fue vista con malos ojos por la propia familia de la novia, algo que de alguna manera parece haber secundado Fray Andrés. Vemos, por tanto, un clima de animadversión en los acusadores que en este caso no va a mayores, pero que bien pudo, ante tanto adversario manifiesto, acabar con la reputación del religioso.

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