No hay nada como una mudanza para revivir lo vivido. Porque los papeles salen de sus escondites, aparecen los viejos trofeos, vuelven a la vida objetos que permanecían en un sueño que se les ha terminado. No sé si estarán tristes o alegres de reencontrarse con el mundo, con el aire y conmigo, que soy su dueño y ellos ni siquiera lo sabían. Me deshago de lo que no significa nada para mí y vuelvo a almacenar lo que me tiñe de recuerdos la última edad. Un disco de Abba comprado en Estocolmo, una carta de una novia antigua, discos con la música que bailé y amé. Un cartel arrancado de una pared de Buenos Aires, los libros que escribí, los artículos que publiqué, las críticas que recibí, las notas del colegio y de la universidad. Esto es un rollo. No lo entenderán sino los de mi edad, que no sé si quedan. He dejado tanta gente detrás que inevitablemente me pongo triste, aunque no están los tiempos para dejarse avasallar por la melancolía. Aquí sólo gana el que resiste a los años vividos y al tiempo que me quede por vivir. La vida se ha convertido en una lucha sin cuartel, aunque dicen que siempre ha sido así. Pero, ¿quién iba a pensar en todo eso durante los años en los que vivimos despreocupadamente? Han desaparecido de mi mundo un montón de seres queridos, a los que no pude atrapar. Las fotos encontradas me hablan de ellos y de otros seres igualmente tan queridos que están vivos y que me sobrevivirán a mí. La historia es una rueda que no para jamás. Una de esas fotos me sitúa en el fondo de un reactor nuclear en Indonesia, otra jugando un partido de tenis, otra abrazando a un ser querido en medio del mar. ¡Los años vividos!