Con banderas en la mano y varios menús de Mcdonald en el estómago han entrado algunos centenares de personas en el Capitolio de Washington. A mí me ha recordado a Quo Vadis, cuando el pueblo decide asaltar el palacio de Nerón. Me imagino a Abraham Lincoln contemplando la escena desde la altura. ¿A esto ha llegado la democracia?, se preguntará atusándose la barba, pero luego pensará que el pueblo le devolverá la sensatez a la nación y esto pasará como una pandemia que nos ataca temporalmente. Está la América de las universidades, de los pensadores, de los creadores y los artistas, de los grandes emprendedores, de los científicos y los médicos; de todo ese innumerable campo que ha cosechado el mayor número de premios Nobel desde que el galardón existe. No se puede ir al suelo esta imagen solo por la pataleta de un niño caprichoso al que le gusta vestirse de oro, este moderno rey sol que ha descubierto como arroparse en torno a una masa estúpida y fácilmente manipulable. Este comentario podría terminar aquí, pero no sería verdad, porque estamos ante una situación dramática que delata problemas de mayor envergadura. Está por comprobar si los setenta y cuatro millones de personas que han votado a Trump secundan esta posición del no reconocimiento de la derrota electoral incitando a una violencia desafiante. No creo que estén representados por esa masa con la gorra calada que parecen clones de Ignatius J. Reilly, de La conjura de los necios, o extraídos de la marcha de un club de la Harley Davidson. Estados Unidos también es eso, pero me niego a pensar que sea solo eso.
Se acusa al presidente saliente de haber provocado la polarización, pero yo creo que el problema estaba latente en la población americana. Más aún, estaba empezando a arraigar en la población mundial, que ha dado pruebas suficientes de su facilidad para adaptarse a las exigencias del populismo, venga de donde venga. Quizá sea debido al poder de penetración de las ideas a través de las redes sociales, a la enorme diferencia entre las distintas culturas de vida, entre el cosmopolitismo y la ruralidad, a la vulgaridad de los objetivos en ambos territorios, a la consiguiente pérdida de valores que acompaña a los cambios tecnológicos, o al sometimiento conformista para aceptar la culpabilidad por las catástrofes climáticas. Se ha demostrado que lo que se deteriora es el pensamiento democrático, y la creencia en que ese paraguas es el que garantiza la estabilidad de una sociedad que se muestra inestable la mires por donde la mires.
Quizá estemos entrando en una nueva forma de entender la política, pero esto no la alivia del riesgo tremendo que conlleva. Cabe la duda sobre si el fenómeno es espontáneo o está planificado; si hemos entrado en un camino imparable para diseñar nuevas formas de entendimiento y convivencia. Y si es así, ¿quién está detrás del proyecto? No puede ser que personajes como Trump tengan esa capacidad. Lo cierto es que no nos podemos quitar de encima el sentirnos como animalillos en un laboratorio. Este sentimiento de ser objetos de la manipulación ayuda a la dispersión, al crecimiento del odio y de la venganza, y a una inestabilidad en aumento, que tendrá que desembocar en un nuevo régimen, o tal vez se trate solo del desplazamiento natural de los polos que marcan el equilibrio de las cosas. Existe la sospecha de que alguien está jugando a los dados con el mundo, y no es Dios, precisamente. Me inquieta ver a esa masa desafiante invadir el símbolo de la representación política, como si fuera una bandería a la que le pertenece en exclusiva. Me duele lo mismo que cuando rodearon al Congreso de la Carrera de San Jerónimo y algunas televisiones resaltaban la heroicidad de los que pateaban a la policía.
Estamos en un ambiente donde gana el que divide, donde triunfa el que turba, donde la manipulación juega siempre con las cartas marcadas, con la falsedad y la traición, donde los dirigentes asumen el papel de coachs personales o influencers. O esto se empieza a corregir inmediatamente o vamos con la proa cara al marisco. Desengáñense: o lo corregimos nosotros o nadie lo hará. El mundo tiene que condenar estas prácticas, igual que ha hecho con otras que no nos convienen y que no han sido eliminadas del todo de la memoria colectiva.