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Óscar Domínguez: el genio devorado por su ansiedad creativa

Aparece un nuevo libro sobre el pintor tinerfeño, escrito por el investigador José Carlos Guerra, que profundiza en aspectos más desconocidos de la trayectoria artística y vital del artista
Exposición surrealista de Londres, 1936: hay dos cuadros del joven Domínguez (de izquierda a derecha: último de la fila superior y séptimo de la inferior, portada de este libro) junto a grandes artistas como Picasso, Miró, Magritte o Dalí.

Era una tarde de mayo de 2016, en Hamburgo, y empezó a llover. El investigador José Carlos Guerra y su mujer, Mercedes, tenían pensado ir a conocer el puerto de la ciudad. Llevaban unas horas en la Kunsthalle, el museo de arte, para visitar varias salas de Expresionismo alemán. Pero habían decidido dejar una parte para el día siguiente. La lluvia se hizo cada vez más intensa, casi tormentosa, y empezaron a deambular por el museo, sin rumbo fijo. Guerra vio un cuadro del pintor italiano Giorgio de Chirico. Se acercó a mirarlo. Y se dio cuenta de que esa sala, la 59, estaba dedicada a explicar que  el cuadro, adquirido por el museo en 1957, no era en realidad un ‘chirico’, sino un pastiche. Y lo había hecho, nada más y nada menos, que el pintor tinerfeño Óscar Domínguez. Uno de los 32 pastiches de la etapa metafísica de Chirico que se le han atribuido. Allí nació ‘Óscar Domínguez: obra, contexto y tragedia’, un documentadísimo libro de 456 páginas y 300 ilustraciones que Guerra acaba de publicar. 1.100 ejemplares impresos por Litografías Romero, con una maquetación muy cuidada a cargo de Luis Hernández Borges.

Óscar Domínguez, ‘Le Pic de Tenériffe’, 1954, una interpretación en clave moderna de Las Cañadas de gran belleza.

Hay muchos Domínguez en esta obra de Guerra: el niño de familia con recursos, nacido en La Laguna en 1906, que andaba libre por los barrancos de Tacoronte y no empezó el bachillerato a los diez años sino a los catorce, con un rotundo fracaso. El joven que se va a París como representante de la empresa de exportación de frutas de su padre y se bebe la ciudad en noches de alcohol y sexo. El artista total que renuncia a su trabajo en el mundo del diseño  para dedicarse completamente a la pintura y encandila con su genialidad a los surrealistas franceses, el picassiano, el hombre comprometido con la II República y la izquierda, el canario que habla sobre los paisajes de las Islas a sus amigos artistas de París, el artista de París que nunca perdió el contacto con Canarias,  el ser de impulsos autodestructivos frustrado por no conseguir el reconocimiento que él creía que merecía y que bañaba en alcohol su frustración. Y el pintor con un oficio impresionante, que en una noche, podía pintar un Picasso o un Sisley y engañar al más avisado.

A raíz de la experiencia de Hamburgo, Guerra se puso a investigar, a visitar otros museos que tenían entre sus fondos varios pastiches de Domínguez sin exponer.  “Algunos críticos europeos lo han considerado uno de los fenómenos más interesantes del arte contemporáneo”, explica. “Un artista como Domínguez, que quería vivir de su trabajo, necesitaba vender su obra. Si no, se tenía que poner a hacer este tipo de cosas. El surrealismo era algo bastante minoritario. En la famosa exposición de París de 1938, por ejemplo, solo se vendió una obra. Y todo ese contexto de precariedad empeoró durante la II Guerra Mundial, donde Domínguez realizó muchas de sus pastiches.”

El investigador José Carlos Guerra lleva desde 2016 trabajando en este libro/Sergio Méndez

Tras una breve estancia en el sur de Francia para evitar al régimen filonazi de Vichy, Domínguez decide regresar a París. En este periodo, se intensifica la amistad del tinerfeño con Picasso, que actúa como una suerte de protector, e influirá decisivamente en otra etapa de su obra.  Domínguez también entra en contacto con el periodista César González Ruano, franquista confeso que se mezclaba, sin embargo, con los pintores de la Escuela Española de París, llena de republicanos. González Ruano, que se hacía pasar por un aristócrata español, fue también una pieza esencial del comercio ilegal de falsificaciones durante la ocupación de París por los alemanes.

Los surrealistas franceses, fascinados por las obras del período metafísico de Chirico, pintadas entre 1914 y 1918, habían comprado varios de sus cuadros en esa época, cuando todavía eran obras a precios muy baratos. “Muchos de los pastiches de Domínguez están inspirados en obras de Chirico que habían sido propiedad del poeta surrealista Paul Éluard, que era también marchante de arte. Remedios Varo lo ayudó a hacer algunos y Éluard a introducirlos en el mercado del arte”. Según Guerra, aparte de la finalidad económica, estaban convencidos de que recuperaban así al gran Chirico, el de la etapa metafísica, a la que el pintor italiano había renunciado desde los años veinte de forma incomprensible y decepcionante para los surrealistas. “Puede que esta faceta de Domínguez como pintor de pastiches no encaje en la imagen más pura e ideal del artista, pero, en sus circunstancias, era algo perfectamente entendible. De hecho, Magritte hizo exactamente lo mismo. La crítica europea lo tiene perfectamente asumido, y las obras de Domínguez  se han revalorizado mucho, sobre todo, en este siglo”, comenta Guerra.

Óscar Domínguez, ‘Le taureau et le village’, 1955, presentado en la exposición individual en el Palais des Beaux-Arts de Bruselas en el otoño de 1955.

El investigador también destaca en su libro el compromiso político de Domínguez . “No era un militante, como lo pudo ser Picasso. Pero tampoco era apolítico, como dijo Eduardo Westerdhal, quizá porque tenía varios cuadros de él y no le interesaba destacar su compromiso político en pleno franquismo”. Pero la realidad fue que el pintor tinerfeño, que nunca regresó a Canarias después del golpe de Estado fascista de Franco, aportó obra en 1938 para recaudar fondos con los que aliviar la situación de los niños que vivían en la zona republicana. En 1944, tras la Liberación de París, participó en la fundación de la Unión de Intelectuales Españoles, donde había conocidos intelectuales republicanos como Victoria Kent o José María  Quiroga Pla. “También mostró una gran simpatía por el régimen socialista que instauró en Checoslovaquia a partir de 1949”.

Óscar Domínguez, ‘Vert’, 1953, una traslación visual del poema ‘Romance sonámbulo’ (Verde que re quiero verde) de Federico García Lorca, ejecutada para la exposición-homenaje al poeta celebrada en París en 1953.

Un aspecto central del libro ha sido la búsqueda minuciosa, en la Biblioteca Nacional de Francia, de las reseñas de las exposiciones en las que participó Domínguez, tanto colectivas como individuales. “Da una muestra de la importancia de Domínguez, que desde 1935 aparecía en exposiciones con pintores como Dalí, Picasso, Miró, Max Ernst, Magritte, la mayoría de ellos bastante mayores que él. La inclusión de obras de Domínguez en las exposiciones surrealistas de 1935-40, solo unos meses después de ingresar en el grupo, son prueba indiscutible del reconocimiento por parte de ellos de su genialidad como pintor”, afirma Guerra. Sin embargo, el éxito definitivo siempre le fue esquivo y las ventas suculentas nunca terminaron de llegar. “Domínguez practicó lo que el crítico Charles Gateau ha denominado ‘gaspillage aristocratique’, una especie de derroche innovador. No llevaba hasta el final los increíbles y valiosísimos hallazgos técnicos que hacía. Sus decalcomanías fueron mucho más aprovechadas por Max Ernst. Su espontaneísmo gestual   fue un claro precedente de la ‘Action painting’ de Jackson Pollock o Franz Kline. La razón para esta falta de continuidad era esa ansiedad creativa que tenía.  Y fue algo muy adverso para él, porque los coleccionistas de pintura necesitan que los artistas fijen un estilo, pero Domínguez los desbordaba. Empezaba con esto y, al cabo de poco tiempo, estaba con otra cosa distinta. Gateau  dice que esto lo condujo a la miseria y a la muerte”, explica Guerra.

Escena de ‘Las moscas’, de J.P. Sartre, representada en 1947 en Baden-Baden y Trevis, con escenografía y vestuario de Óscar Domínguez.

“En una entrevista que le hizo Mercedes Guillén poco antes de su muerte, se queja de que, aunque la pintura es su vida y su ser, no consigue el reconocimiento. Y que lo que quería era morirse. Eso tiene que ver con la manera en que él concibió el ser pintor, a vida o muerte.  Pero también con una falta de realismo: quería ser como Picasso y no se conformaba con ser un gran pintor”. Para Guerra, el Domínguez de los años cincuenta hace cosas estupendas. “Como ‘El Pico de Tenerife’, en 1954, que es una representación de Las Cañadas  en clave de arte moderno muy interesante. Pero, probablemente, su nombre estaba un poco deteriorado por el tema de los pastiches, sus excesos y su relación con Marie-Laure de Noailles, una aristócrata que no era muy bien vista en círculos heterodoxos”.

Luego vino el suicidio, en 1957, recogido de manera extensa por la prensa francesa y que ayudó a consolidar esa imagen de artista maldito. “El crítico Jean Bouret, en su obituario de Domínguez para Paris-Journal, reconoció que se había sido injusto con él y no se lo había colocado en el lugar que merecía, pues, dijo, ‘no tenía nada que envidiar a Picasso en cuanto a inquietudes y a la promoción del color’ y sus lienzos de 1940-1945 ‘planteaban, mejor que las perspectivas de Chirico, una metafísica de la luz”, cuenta Guerra.  “Sin embargo,  hay una inclinación a ver en sus últimos años las señales premonitorias del suicidio, en lugar de apreciar la viveza creativa hasta el último momento”, afirma Guerra. Hay veces  en que el mito se come al artista.

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