tribuna

Me llama Faelo

Comienza la última semana de este agosto afgano y raro. Parece que por fin dejamos atrás al calor. Ayer domingo fui a comer, como casi siempre, a casa de una de mis hermanas, y empezamos la sobremesa haciendo ese ejercicio virtual de lagunear por las calles de una ciudad empeñada en fabricarse una memoria sobre restos falsos y aislados. Ya nadie vive aquí de aquellas personas que aparecen en nuestros recuerdos. Mi cuñado, el coronel Tous, dormita mientras hacemos el repaso de las casas y de las calles, de los viejos taxistas, de los párrocos más metidos que filo de pantaleta, y de tantas cosas desaparecidas que se empeñan en construir la nostalgia de quien no ha tenido tiempo de fabricarse una. Estoy en un momento en el que ando desubicado y al que me niego a reconocerle el espacio de ficción que me concede para continuar viviendo. Por eso no nos damos cuenta de que andamos jugando con el transcurrir, estirándolo como un chicle y forzándolo a entrar en el recordatorio desordenado de las cosas que ya no son. Pero las cosas si son, y basta con que estén en nuestra mente para que se conviertan en reales. Fulano ha muerto, cuántos hermanos quedan de aquellos que vivían al final de la calle y se convocaban cada tarde para jugar en nuestra huerta. Estas son las preguntas que nos hacemos y nos entretienen como resolviendo un sudoku para acercar al pasado hasta el presente. A veces ocurre un milagro y ambas cosas coinciden sin que sepamos cómo lo hacen. De pronto alguien aparece en la conversación, alguien difuminado que no veo después de cincuenta años. Se presenta como un relámpago, como un flash que no le da oportunidad a ser reconocido plenamente. ¿Dónde estará ahora? ¿Qué ha sido de su vida? ¿Cómo será su aspecto actual? Da igual. La aparición conserva la imagen antigua y aunque sé que no puede ser real, imagino su andar descuidado, su pelo desordenado, la inclinación de su cuello intentando enamorar a las muchachas con el gesto de desinterés de James Dean en Al este del Edén. No permanece en la conversación más de diez segundos, lo suficiente para saber que andaba por allí. Por la noche, ya en casa, recibo una llamada en mi móvil y es él. ¿Cómo es posible? ¿Qué situación telepática le ha obligado a conectarse? Le ha pedido mi teléfono a un amigo arquitecto y me llama para contarme cómo ha logrado protegerse del frío en una casa que tiene en Arafo, colocando en las puertas y las ventanas carpinterías de aluminio, sin prescindir de las de madera, a las que ha cambiado las bisagras para que abran en sentido contrario y no se molesten unas a las otras. Dice que lee los artículos que publico en DIARIO DE AVISOS y piensa que este asunto me puede servir para desarrollar un tema que tiene que ver con la conservación. Lo que no imagina es que lo que realmente me interesa es la llamada en sí. ¿Qué ha ocurrido para que su aparición en la memoria de mi hermana coincida después con la materialización de su voz en el móvil? Son cosas misteriosas que llenan ese mundo de lo paranormal, donde circulan flujos invisibles que conectan los hechos por caminos que no podemos admitir como reales. Faelo, que así se llama mi amigo, se presenta de sopetón saltando desde el retrato de una sonrisa socarrona bajo una melena rubia hasta la voz no demasiado identificable de alguien que ya no es. Y, sin embargo, es el mismo. Ha hecho una pirueta en el aire y se ha presentado, tan actual como ayer, para distorsionar el almanaque, aunque yo sepa que eso no puede ser. Le he dicho que me envíe un wasap con las fotos de las puertas y ventanas, y lo ha hecho después de unos minutos. Esa es la prueba fehaciente de que esta experiencia ha tenido lugar, como oficiada en el altar de las cosas inexplicables.

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