La tercera ley de Newton, el principio de acción reacción, está gobernando al mundo desde el origen. Quiero decir que estas reglas formuladas después por los físicos no son otra cosa que la expresión matemática de algo ya existente. Los objetos ya se caían por la gravedad antes de que el sabio inglés se pusiera a dormitar debajo de un manzano. Siempre hay una respuesta a una incitación en lo físico y en lo social, como dice Arnold Toynbee que ocurre con la historia. Esta situación no es mala porque su fin es lograr el equilibrio para que todo siga en su sitio. Los hombres observan los cambios y los cataclismos y se alarman porque se comportan como las burbujas de un líquido en ebullición. Las moléculas se agitan, se aceleran, y chocan unas contra otras porque no soportan la situación violenta de pasar de un estado a otro sin demostrar su alteración. Al final se trata de retornar al equilibrio y esto, quieras o no, conlleva un sacrificio, una renuncia, o quizá solo sea la lucha momentánea por recuperar una situación ideal de calma que es el deseo que lleva implícito la existencia. En el mundo antiguo se resumían acertadamente estas situaciones en un mito, un relato condensando los avatares de los tiempos violentos de la evolución, donde las cosas se iban asentando lentamente hasta alcanzar esa madurez que llamamos civilización. El hombre huye de los riesgos de las selvas y se instala en la seguridad de las ciudades. Desde ese momento le acompaña un sueño de retorno que se enfrenta a su inadaptación al desarrollo. Por eso queremos huir de las encrucijadas de los rascacielos para refugiarnos en playas imposibles donde vagar desnudos y a la intemperie del progreso, disfrutando a la vez de dos mundos que parecen condenados a no entenderse. Esto no es tan nuevo. En los principios de la década de 1850, Austen Henry Layard encontró en la biblioteca de Asurbanipal, en Nínive unos 15.000 fragmentos de tablillas con escritura cuneiforme. Más tarde, George Smith, contratado por el Museo Británico para estudiarlas, consiguió traducir lo que luego fue publicado con el título de “The Chaldean Account of Génesis”, el conocido poema de Gilgamesh. Gilgamesh era un antiguo rey de Uruk que se distinguía por sus desmanes y su comportamiento tiránico y lujurioso. Los dioses envían a un gigante de las selvas, Enkidu, para que se enfrente a él y corrija sus acciones perversas. Aquí aparece una llamada de retorno al mundo natural como advertencia de las desviaciones en las que incurren los humanos cuando se adentran en el ámbito donde la evolución los sitúa para cumplir un destino acorde con las exigencias de su inteligencia. Desde entonces se alternan los paraísos diseñados desde la austeridad y el conformismo con lo mínimo, frente al despilfarro de los medios y el uso exagerado de lo que el progreso pone al alcance del hombre. Desde que el mundo existe es así, y ni uno ni otro tiene razón, porque en el poema mesopotámico Gilgamesh y Enkidu, después de practicar algunos juegos de guerra y medir sus fuerzas en divertidas escaramuzas, acaban siendo amigos inseparables; se convierten en sus complementos respectivos, porque cada uno acepta el papel que tiene que jugar en la historia. Gilgamesh y Enkidu son como el principio de acción reacción de Newton. Ninguno puede ser superior al otro, ni vencerle, porque si no se rompería esa ley que nos hace avanzar en el equilibrio de las cosas duraderas. Estas cuestiones se las deberían plantear también los activistas de la acción y de la reacción que inundan el planeta con sus diferencias irreconciliables. Los dos héroes antiguos decidieron resolver sus discusiones mediante la concordia. Si hubieran seguido a rajatablas el mandato de los dioses se habrían destruido mutuamente y hoy nosotros no estaríamos aquí. La historia del mundo está escrita en las palmas de nuestras manos, pero la soberbia de quien cree disponer de la verdad absoluta le impide ver que aquello en lo que se apoya sin admitir debate ya era observado por hombres que vivieron hace más de 4.500 años. Esto mismo llevó a Shrödinger a asombrarse por como algunos colegas suyos no se admiraban de que los filósofos antiguos hubieran imaginado al átomo con la misma estructura con la que ellos la idearon 2.500 años después. Y es que no hay nada como la arrogancia de sentirte siempre con la verdad de tu parte. Esto les suele ocurrir a los que ignoran que la ciencia no es tal si no está investida de un elevado porcentaje de humildad.