Según fueron pasando los días, semanas y meses, la ceniza avanzó sin cogerse respiros, sin dejar respirar, perseverante, soberbia, arañando protagonismo a las lenguas de lava, tiñendo el paisaje de gris oscuro casi negro, envolviendo lo que fue, borrando el verde, exigiendo algo más que un papel secundario, escalando posiciones en el inventario de la crisis del volcán. El desierto de ceniza creció con intermitencia, amaneciendo donde la daba la gana, subiendo, obligando a cerrar los ojos, bajando, devolviendo a los vecinos a la casilla de salida con cada amanecer, llenando de razones a los cenizos, disparando a su antojo las concentraciones de dióxido de azufre o partículas que armaban y desarmaban rompecabezas en el aire, aliándose con los vientos, ensuciando. Al cabo de días, semanas y meses la lava siguió dibujado otro valle, y la ceniza a lo suyo, imponiendo su ley en el aire, decretando retrasos o cancelaciones de vuelos a su antojo, afeando la atmósfera, desdibujando calles, azoteas, tejados, huertas, casas y jardines, elevando la dificultad a la categoría de extremadamente desfavorable para, acto seguido, dar una tregua y vuelta otra vez, atragantando con los desvíos de vuelos de un aeropuerto a otro las certezas que necesitan los turistas. Las concentraciones de dióxido de azufre, colaborador necesario del destrozo que la lava va dejando a su paso, cómplice de la catástrofe que el volcán ha vomitado sobre los vecinos más directa y verdaderamente afectados, fueron cubriendo los mapas y, pareciéndole insuficiente, dieron un paso más, hasta que, finalmente, días, semanas y meses después la ceniza acabó enterrando bajo toneladas de gris lo que encontró a su paso, sin hacer excepción alguna con las listas de espera ambulatorias o quirúrgicas, los planes de empleo, vivienda o dependencia, la obra pública o las mejoras educativas, con la conectividad, el rescate de empresas o trabajadores arrollados por la pandemia, con la recuperación económica, la cesta de la compra, el impulso del comercio y la restauración, la factura de la luz o la gestión migratoria, en definitiva, lo que viene a ser el día a día, los dolores o las urgencias de más de dos millones de personas a las que, aquí, en las Islas, el volcán tiene política e informativamente cubiertas de ceniza, desaparecidas, silenciadas.