En la calle Limón de Madrid, muy cerca de la Plaza de las Comendadoras, vive mi amigo Raúl Mesa, profesor canario, mítico barman de la noche lagunera, músico intermitente, amante del punk, literato underground sin obra publicada, estudiante de posgrados sucesivos, apóstol del orden y la limpieza, hipocondríaco, fumador vocacional, confidente de personajes conocidos y seres anónimos, conversador infatigable… y uno de los mejores anfitriones con los que me he encontrado.
Tengo la suerte, cuando voy a Madrid, de poderme quedar en unos cuantos sitios donde me siento en casa. Y uno de ellos es el piso donde vive Raúl. A ese lugar llegó en septiembre de 2010, creo recordar, cuando yo andaba buscando compañeros para huir de la soledad de una buhardilla. Ahí sigue, doce años después de haber quemado muchas suelas por los pasillos del metro mientras cambiaba de trabajo en distintos bares y daba clases particulares para pagarse los estudios. Hasta recalar finalmente en el cole de barrio en el que ahora enseña lengua española y literatura.
Esta vez iba con poco tiempo, pero pudimos ponernos al día. “Flaco, los años detrás de la barra te dan muchos recursos para un aula”, me contaba mientras hablaba entusiasmado de su trabajo de profe. También le ha ayudado, decía, su propia infancia en el santacrucero Barrio de la Salud, en los duros años ochenta. “Es un centro educativo con un montón de problemas, pero manejo el lenguaje que tienen. Porque era el mío. Los entiendo. Ellos lo saben. No les voy con sermones. Les hablo de forma directa. Nos respetamos”.
No se escuchaba el bullicio desde la terraza, donde encadenamos varios cigarrillos, dos vasos de agua, una Coca Cola y un Danacol, pero la calle estaba a reventar, como si nadie quisiera marcharse a casa después de estos dos años de pandemia. Creo que conseguí entender un poco esa ola de hedonismo libertario sobre la que se ha construido el liderazgo de Isabel Díaz Ayuso, una especie de felices años 20 versión cañí con bajadas de impuestos, donde hablar de los servicios públicos deteriorados, como hace la izquierda, parece de pesados, una gota más a toda la amargura acumulada, ya insoportable… Son más inmediatos el alivio y el placer que dan la cerveza fría, el cubata o el gin tonic, aunque muchos tengan que rebuscar bien en los bolsillos para poder pagarlos.
Tampoco estaban ya la mayoría de las caras con las que transité la ciudad durante años, pero esos días me asaltó, casi físicamente, esa sensación de llegada a la gran ciudad desde Canarias. Esos sueños de noche infinita, bares de última hora, amores desconocidos, churros de amanecida, oreja de cerdo a la plancha… Y esa comunidad isleña forjada en la lejanía, como si la tierra ensanchara las fronteras. Con la bandera en la fachada a veces. Algunos hablan de diáspora. Unos se quedaron. Otros se volvieron. Otros van y vuelven, según las épocas de la vida y los trabajos. Porque ya no hay que marcharse para siempre. Ni quedarse para siempre.
En esa diáspora anduvo César Manrique, que vivió durante años en Madrid y luego estuvo en Nueva York antes de volver a vivir en Lanzarote en los años sesenta. Estos días, las palabras del fallecido artista en defensa del territorio y la naturaleza vuelven a escucharse en las redes mientras aumentan las protestas contra el desarrollo urbanístico del Puertito de Adeje, en Tenerife. En lugar de rehabilitar zonas turísticas de la isla abandonadas y envejecidas, seguimos consumiendo territorio que ya no se va a poder recuperar. Pero más allá de poner el cuerpo para parar este tipo de obras, urge revisar la planificación urbana, para ver cuántas situaciones de este tipo podrían darse en los 88 municipios de Canarias, y evitarlas así definitivamente.
En la diáspora también nació Tamaimos, un semanario crítico digital que ha reflexionado sobre la realidad canaria desde hace años, en una especie de conexión, no sé si consciente, con aquellos artistas y pensadores anticoloniales -como Aimé Césaire, Léopold Sédar Senghor o Kwame Nkrumah, entre otros muchos- que meditaron sobre el futuro de sus territorios durante la época que pasaron estudiando en las viejas metrópolis occidentales. En Tamaimos, convertida también en una fundación con el paso del tiempo, ha fluido una visión progresista, sostenible, sesuda, autocentrada e independiente del archipiélago -atenta a la tradición popular sin ser populista- que no siempre ha sido fácil de encontrar en otras publicaciones. Las buenas ideas surgen en cualquier sitio y, a veces, consiguen crecer. En un atardecer de La Punta. Desde la Playa de Las Canteras. En una terraza de Madrid.