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Julio Fajardo Sánchez: “España necesitaba un símbolo unificador y lo tenía; el problema ha llegado al cuestionarlo”

El escritor tinerfeño publica 'Tiempo de desencuentros', un volumen que reúne artículos vinculados a la crisis política de 2016 y el conflicto en Cataluña
Julio Fajardo Sánchez. / Sergio Méndez

El escritor y músico tinerfeño, entre otras ocupaciones, Julio Fajardo Sánchez (La Laguna, 1942) acaba de publicar Tiempo de desencuentros (Editorial Adarve, 2022), un volumen en el que, a partir de diversas columnas de opinión aparecidas en la prensa, fija su mirada en un tiempo muy reciente -y por momentos convulso- de la historia de España, el que va de 2016 a 2018. Tomando como punto de partida las dificultades de hace seis años para formar un gobierno en la nación y el conflicto territorial en Cataluña, el articulista de DIARIO DE AVISOS va elaborando una reflexión que toma el pulso a un pasado que también es presente, pero además sitúa al lector en un contexto histórico -“los problemas de España son siempre los mismos”-. De igual manera, el autor esboza, ante “una sociedad agotada”, la posibilidad de un “rearme ideológico” que tenga lugar en el espacio del centro.

-‘Tiempo de desencuentros’ fija su mirada en dos momentos recientes de la política en España: la inestabilidad del Gobierno en 2016 y la situación del llamado desafío o conflicto catalán en 2018. ¿De qué manera se interrelacionan y condicionan estos dos episodios?
“La primera relación la encontramos, lógicamente, en el tiempo en el que se producen. Parto de la base de que los conflictos en Cataluña se llevan al extremo en los momentos de debilidad política a nivel nacional, y esa coincidencia se da ahí”.

-Usted incide en la necesidad de renovar los planteamientos ideológicos, en lo que tiene que ver con una realidad y una sociedad que han cambiado. ¿Qué echa en falta y qué sobra en el mensaje que nos trasladan las diferentes fuerzas políticas?
“Hago una reflexión, como se puede ver en las primeras páginas de este libro, sobre el posible rearme ideológico que puede hacer una sociedad que se encuentra agotada. Esto mismo lo plantea George Lakoff en Estados Unidos, haciendo alusión a la independencia, o en Francia, a cualquiera de las repúblicas… Nosotros necesitamos un símbolo que haga que la sociedad marche unida. Y ya lo teníamos: eran la Transición y la Constitución de 1978. El problema está en que en este momento esas cuestiones se han puesto en duda. Y todo el conflicto que se produce a partir de 2015, e incluso antes, yo diría que desde la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder, se basa, en buena medida, en que comienza a dudarse de la bondad de la Transición como un modelo unificador de gran utilidad para la política española”.

-Desde esa perspectiva, ¿qué papel debería desempeñar la ciudadanía?
“La ciudadanía, me da la impresión, siempre es el pupas en cualquiera de las películas políticas. A la ciudadanía no hay que echarle la culpa de nada. Es un elemento necesario que está a expensas de las ofertas, más o menos sensatas, que les hagan las distintas opciones políticas. No nos olvidemos de que los partidos políticos, tal y como los define la Constitución, son canalizadores de la opinión de los ciudadanos. Pero, claro, el problema está en que la opinión de los ciudadanos es influenciable también. Por lo tanto, esa canalización se puede precocinar. De manera que echarle la culpa a la ciudadanía no me parece correcto en ningún sentido. Los ciudadanos son meros espectadores de los hechos que se están generando. Un ejemplo de esto es el movimiento de independencia de los países latinoamericanos. Ahí se produce una lucha entre federales y realistas, que pertenecen siempre al criollismo. Lo que en estos países se puede entender como ciudadanía no intervino para nada en el proceso. Como dice Sabato, los ciudadanos estaban en los cerros agachados mirando cómo se peleaban los demás. Y así ocurre en casi todos los movimientos políticos”.

-En esta obra se reivindica el espacio político del centro. A menudo las dos grandes formaciones, PSOE y PP, se consideran sus legítimas herederas, pero usted apunta que luego las circunstancias les llevan a “radicalizar” sus ofertas. ¿El fin electoral sacrifica la coherencia?
“El abandono del espacio de centro, por la circunstancia que sea, está ocurriendo ahora mismo en España. De hecho hace unos días ocurrió en el debate sobre el estado de la nación: un partido abandona el espacio centrista para arreglar una vía de agua que tiene dentro del Gobierno. Los espectros sociológicos de todos los países democráticos se mueven en los mismos porcentajes. En el centro es donde se halla la nube de mayor número de ciudadanos, de electores que optan por la moderación. Por eso los partidos políticos se disputan ese espacio. Lo que me parece contradictorio es cómo ese mismo espacio político se entrega gratuitamente pensando que no va a ocurrir nada. Porque lo que ha pasado recientemente en el Congreso no es otra cosa que una entrega del espacio político de centro a otra formación con la que se competía por él justo hasta ese momento. Eso me hace pensar que se trata de una solución temporal. Estoy convencido de que más pronto que tarde el PSOE volverá a ocupar ese espacio, y que todo esto es algo coyuntural para salir de un atolladero”.

-España ha dejado atrás el bipartidismo con la irrupción de nuevas formaciones, Podemos, Ciudadanos, Vox. ¿Cuáles considera que han sido las primeras consecuencias?
“La pluralidad no es mala. Los problemas de España son siempre los mismos. El problema territorial ha existido con mayor fuerza cuando las cosas vienen mal. Cuando la situación viene bien, todo es estupendo. La pérdida de las colonias, indudablemente, hace que decaiga un optimismo que en aquel tiempo era bastante uniforme en todo el territorio nacional, porque todo el mundo conseguía beneficios de ese tipo de política. A partir de ahí, el asunto se debilita. Entonces la situación actual no se puede plantear como un problema a partir de la presencia de un bipartidismo más fuerte o más débil, porque al lado de ese bipartidismo más sólido o más frágil existe también la tensión de los extremos, que pretenden deshacer la unidad territorial. Eso está presente en la historia de España sobre todo desde principios del siglo XIX, pero incluso desde antes. Ya en la época de Felipe IV [1605-1665], cuando tuvimos un conflicto con Portugal, apreciando la debilidad que atravesaba el Gobierno de Madrid, en Cataluña se dieron algunos intentos que terminaron con la integración en la Francia de Luis XIII [1601-1643], pero luego, al poco tiempo, se arrepintieron y volvieron, porque los impuestos que debían pagar a Francia eran mayores que los que les imponían desde Madrid. En fin, estos son los problemas con los que España ha convivido desde hace mucho tiempo. Y también los que hacen a Bismarck decir que España es el país más fuerte del mundo, porque a pesar de que los españoles llevan siglos empeñados en destruirlo, no lo consiguen”.

-La situación en Cataluña viene ahora determinada por un diálogo muy frágil. ¿Cuáles han sido los mayores errores cometidos y qué podría, en su opinión, resolver este desencuentro?
“El problema catalán y el vasco, que son prácticamente lo mismo, estaban resueltos a través de la Transición y la Constitución de 1978, con un desarrollo político que tuvo aciertos y desaciertos. El diseño de la España constitucional y autonómica no tiene un pero; su desarrollo sí que lo tiene. En ese momento ni siquiera la Constitución da una definición exacta de algo que todavía continuamos debatiendo: qué diferencia existe entre las nacionalidades y las regiones, y también qué oportunidad le damos a las fuerzas políticas para que interpreten el término nacionalidad como un concepto vinculado a cierto grado de soberanismo. Con esto quiero decir que en 1978 diseñamos un Estado autonómico prácticamente impecable. Sin embargo, luego su desarrollo, con el famoso café para todos de Clavero Arévalo y la pretensión andaluza, que se plasmó a través de una ley orgánica, de pertenecer a las autonomías de la vía del artículo 151, etcétera, deshizo todo el equilibrio que se había planteado. Un equilibrio que se basaba en la reproducción exacta de lo conseguido con la Constitución de 1931. Eso no se produjo. No obstante, así y todo, la práctica política hace que tanto en el País Vasco como en Cataluña se consoliden formaciones sólidas, capaces de controlar las tentaciones de autodeterminación. Y aunque coquetean con esa idea cada día, no dan el salto. Ese ha sido el caso de Convergencia y el PNV. Pero en la época del presidente José Luis Rodríguez Zapatero se produce el derribo de eso que yo llamo el muro de contención dentro de la autonomía catalana, que eran los convergentes. El tripartito lo deshace y eso a su vez provoca que entonces entren otras fuerzas políticas mucho más radicales. Esta situación es nueva y no tiene nada que ver con el espíritu de la Transición”.

-Un artículo periodístico viene marcado por la inmediatez, pero un libro requiere de una mirada más amplia, detenida y reflexiva. ¿Cómo ha sido su reencuentro con estos textos?
Ha consistido, básicamente, en el trabajo de la costurera: hacer el patchwork, unir esa especie de pequeñas teselas del mosaico y hacer que todo funcione como un bloque. Para eso recurro a unas entradillas más extensas que los artículos y a unas conclusiones que, del mismo modo, poseen un desarrollo más amplio, con una longitud tres o cuatro veces mayor. Con eso consigo fijar la atención sobre algo que viene disperso, pero que yo intento que sea más genérico”.

-Dice en su libro que una opinión “es un estado de ánimo, un pensamiento influido por las circunstancias”. Visto lo visto, ¿ha cambiado mucho su estado de ánimo en relación al que tenía cuando escribió estos artículos?
“No, no ha cambiado. Además, porque la opinión no es en este caso una cuestión temporal. La sigo defendiendo en el momento en el que la edito. La opinión, claro, puede ser cambiante porque las circunstancias cambian, pero eso poco tiene que ver con este libro. Incluso dentro de Tiempo de desencuentros, hablando de temas judiciales, hago una referencia a una definición de lo que es una sentencia que tiene mucho que ver con esa idea de que una opinión es un estado de ánimo. La palabra sentencia proviene del latín setentia y está vinculada con nuestro verbo sentir. La sentencia es el producto de un sentimiento. El juez se imbuye de una categoría sentimental y está seguro de su dictamen justamente porque el sentimiento que lo posee en ese momento le obliga a dictar determinada sentencia. Siempre, claro, adecuada a los preceptos legales. El carácter sentimental, emotivo, personal de la opinión, lo que aporta la condición individual del pensante, eso es inimitable. Eso es lo que le da valor a las opiniones, el que sean diversas, el que no estén sometidas a un patrón inamovible y que, en definitiva, podamos opinar en libertad, que es lo que yo intento hacer”.

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