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La vida

Dice Nietzsche por boca de Zaratustra: “¡Oh gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!” Es otra forma de afirmar que el hombre es la medida de todas las cosas, como decía Protágoras. Todo existe en tanto que lo vemos y lo pensamos, en el sentido más cartesiano. En el fondo, el dios al que mata también necesita de las criaturas para que den fe de su creación. Si no, de qué le serviría tanta omnipotencia. Para qué tanto esfuerzo magnífico si nadie pudiera admirarse con ello. De aquí la necesidad de la vida y de la inteligencia en que esta evoluciona para ir descubriendo cada uno de los secretos de cómo somos y cómo funcionamos. Incluso la petulancia del hombre al llegar a ese conocimiento forma parte de la servidumbre que debemos pagar para entender un hecho tan majestuoso. Hubo una gran explosión y una estructura inmensa se expandió ocupando un espacio que antes no existía, empezó a contar el tiempo, y puede ser que el propio dios muriera en ese acto, desparramándose en una nueva forma que conocemos como materialidad o existencia. En ese proyecto del primer instante estaba incluida la vida y también la mente para comprenderla. El programa primero contenía todo el proceso de la evolución, tal y como ha ido ocurriendo a medida que se ha ido desvelando ante nuestros ojos. Es grandioso que en la sucesión de hechos concatenados que nos han traído hasta el presente se halle también la capacidad para corroborarlo. Yo diría que está ahí desde el principio. Es igual que el sol de Zaratustra, donde la luz no tiene sentido a menos que tenga a alguien al que iluminar y este alguien sea consciente de ello. Los hombres primitivos que adoraban al sol lo sabían. Conocían esa interdependencia con el astro. Sabían que no eran nada sin él, y él tampoco sin ellos, porque la constancia de su verosimilitud estaba en los ojos que lo miraban. La vida no es otra cosa que el desarrollo permanente de previsiones viejas, y nosotros, dotados de un logos especial, somos los testigos de ese hecho. Nuestra ciencia, de la que nos sentimos tan orgullosos, no es otra cosa que ir destapando aquello que estaba oculto desde el origen, en cuya tarea desarrollamos una capacidad neuronal que no acertamos a saber por qué nos pertenece. La estupidez humana a veces nos hace sentirnos los protagonistas exclusivos de estas cosas, aunque los sabios que han llegado a tocar los misterios con sus manos se revisten de la humildad necesaria ante tanta grandeza. Esta actitud ha desaparecido de los que ahora llamamos expertos, que son simples comprobadores de la ciencia estadística, un invento que nos sirve para orientarnos a tientas en la elección que hemos hecho del caos para explicarnos lo inexplicable. Profundizar en la vida es hacerlo en nuestro interior somático cuando nos asombramos ante la perfección de la máquina en la que habitamos. Pero en todos los casos, el alejamiento de ese dios que Nietzsche hace desaparecer para dar paso al superhombre, nos lleva a excluirlo de los premios que otorgamos a los que se acercan a sus obras para que nos asombremos con ellas. A dios nadie le da el premio Nobel. Estas cosas ocurren con frecuencia y vemos cómo triunfa el plagio y el oportunista se cuelga la medalla por aquello que no ha creado. La vida también es eso. Sufre etapas de crisis en donde la soberbia impera por encima de cualquier otro reconocimiento, y en otras, cuando se presenta con mayor lucidez, no disimula su asombro por la grandeza de lo que realmente representa. La naturaleza nos muestra dónde está el antídoto contra la mordedura de la serpiente, pero la mayoría de las veces nos decidimos por acusar a los demás de que el animal nos ataca y no paramos hasta dar con el culpable. La serpiente está ahí, expresando toda su simbología, desde aquella que tentó a Eva con una manzana hasta la que aprisiona a Laocoonte para atenazar la libertad de sus movimientos. Los expertos deberían pensar de vez en cuando en estas cosas.

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