tribuna

La Virgen

Todas las religiones tienen algo en común, eso que se llama sincretismo. Si no fuera así el mundo estaría dividido en grupos irreconciliables en torno a las creencias de los pueblos. De hecho lo ha estado durante mucho tiempo porque no ha sido capaz de comprender que la mayoría de los conceptos que se consideran fundamentales en cualquier creencia son coincidentes. Esto es lo que hace que hoy existan tendencias que favorezcan un sentimiento ecuménico y globalizador. A pesar de las diferencias se nota un esfuerzo por concluir que todo se trata de lo mismo, pero siempre con sus especificidades culturales, temporales, raciales y geográficas, que las obligan a parecer distintas. Siempre ha estado ahí la figura de la madre para simbolizar la esencia de la vida. Es una presencia propiciatoria y protectora cuando se la asimila con la Tierra, el elemento material sobre el que vivimos y que nos proporciona todas nuestras necesidades, eso que ahora llamamos recursos. El mito intenta reflejar la muerte de la semilla, que se pudre y renace en una nueva planta, en una resurrección multiplicadora. Forma parte de los procesos alquímicos para transmutar la materia en oro, que quiere decir purificarla para obtener su estado más sublime, lo mismo que ocurre con las almas de los mistos en las experiencias místicas. Osiris renace en los brazos de Isis y esto tiene que ver con las crecidas del Nilo que inunda las tierras para hacerlas fértiles. Ese culto de muerte y resurrección tuvo mucha importancia en el Imperio romano, inundando Europa de santuarios dedicados a vírgenes negras que luego fueron los lugares mágicos donde se construyeron las catedrales góticas. Allí habitaban las serpientes y circulaban corrientes telúricas benefactoras en el subsuelo que obligaban a diseñar itinerarios laberínticos, cuyo recorrido había que seguir para obtener el beneficio de su influencia. La muerte y la resurrección es la base de muchas religiones que, siendo monoteistas, adaptaron su culto a los viejos mitos antropomórficos helénicos. Perséfone, hija de Deméter y Zeus, es raptada por su tío Hades y llevada con él a las profundidades del Averno. Pero regresará cada primavera para fecundar los campos, por eso todo florece en esa época, trayendo el vigor del fondo de la Madre Tierra. La madre o la esposa son la mediación necesaria para que estos milagros se produzcan. De aquí la identificación cultural con el símbolo femenino que enardece la fe de los pueblos. Ayer estuve en Candelaria viendo la escena de la aparición de la virgen a los guanches, un acto de extraordinaria ingenuidad pero de una enorme riqueza expresiva en cuanto a su significado trascendente. Me invitó la televisión donde trabajé tantos años para que ayudara a hacer la narración de la ceremonia. En realidad no me atreví a decir estas cosas a pesar de que las crea ciertas. El hecho es que me sobrecogió el ver la emoción del pueblo y de los actores en un acto de reconocimiento de su identidad. Estas son las auténticas fuerzas telúricas que provocan la unión de los humanos, esa cohesión tan necesaria para que las comunidades marchen hacia delante. Todos lloraban ante la virgen y yo no lo estaba apreciando como un signo de debilidad sino de fortaleza. Entendí lo que significa morir y resucitar, un acto espiritual que realizamos todos los días con nosotros mismos. Ese matar al hombre viejo para renacer al nuevo, como dice san Pablo, que es el principio de nuestra renovación permanente. El mundo es un gigantesco acto de piedad, con una madre recogiendo al cadáver del hijo sobre sus rodillas. Todo muere y renace, nada se destruye sino que se transforma en ese ciclo ondulante al que llamamos vida. Algunos lo entienden a través de la Física, pero los más lo hacen mirando a los ojos de una virgen. Eso pude ver ayer al atardecer en la plaza que está delante de un templo, donde el mar venía a entregar sus olas despacio y el viento se calmó para que la gente pudiera encontrarse con una imagen donde reconocerse.

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