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El ‘bicho’ de San Vicente, en Los Realejos, existe y se llama Silverio

El hombre que debe su apodo a los extraños ruidos en el barranco de Godínez regentó un restaurante con el mismo nombre
Pescador y Mariscador, Silverio conoce a la perfección los nombres de los distintos rincones de la costa realejera.
Pescador y Mariscador, Silverio conoce a la perfección los nombres de los distintos rincones de la costa realejera. Fran Pallero

Fue en el año 1971, cuando en los márgenes del barranco de Godínez, a la altura de San Vicente, en Los Realejos, comenzaron a producirse ruidos extraños en una cueva cuyo origen nadie pudo descubrir en realidad pero sobre los que se buscaron todo tipo de explicaciones, desde las más inverosímiles, como las atribuidas a la pasión desenfrenada de una pareja, hasta las de tipo científico, como ser un respiradero del volcán Teneguía, en La Palma, tesis que el naturalista y geólogo Telesforo Bravo luego descartó. En el medio, el ruido se le atribuyó a las lechuzas que habían hecho nido en el lugar.

Lo cierto es que ese extraño fenómeno acaparó la atención de cientos de personas que a diario se daban cita en los márgenes de la carretera para escuchar el sonido que ocupó durante un tiempo las páginas de los periódicos locales y dio lugar a la leyenda del bicho y al apodo, sin quererlo, de Silverio Hernández Padilla, quien entonces trabajaba con uno de sus hermanos en la venta que regentaba su madre conocida como Flora la viuda, y que años más tarde también tomó prestado el nombre.

Silverio tenía que pasar el barranco todas las noches con sus hijas porque iba a ayudarle a su madre que preparaba en las cocinillas de petróleo pulpo guisado y vendía vino. Las pequeñas le preguntaban siempre que era el ruido que escuchaban y él les contestaba que era ‘un bicho’, según le dijeron unos chicos que trabajaban en un supermercado en La Romántica.

Demás está decir que con la aparición del extraño fenómeno, las ventas aumentaron de forma considerable. “Todas las noches se llenaba el bar de gente para escucharlo. Había más gente que en la romería del Realejo”, apunta. Para él, eran raíces del Teneguía, porque no se oía siempre, sino por la mañana y a partir de las cinco de la tarde.

“En la carretera no cabían los camiones y en mi casa no nos acostábamos por la noche, porque no dábamos abasto asando sardinas y haciendo papas fritas y ensaladas. “Y El Bicho vendió todo en esa época. Traías un camión de cerveza y se vendía, vino también. Yo le decía a mi madre, que siga el bicho”.

El día que se terminó de construir el túnel de San Vicente El bicho no se oyó más y el trabajo mermó.

Tras el fallecimiento de su progenitora, en 1974, Silverio cogió las riendas del negocio. Tenía poco dinero y una familia que se estaba formando así que empezó de a poco, sirviendo carne de cabra, con la ayuda de su esposa hasta que un día llegó un señor y le dijo que “tenía un hombre que sabía luchar y le iba a echar una mano”, cuenta Silverio Hernández.

“Tenía unos bancos con una tabla y me los quitó todos, me puso mesas y sillas. También me rompió un poyo redondo y me trajo fogones, bandejas, sartenes y calderos. No me trajo las papas bonitas de milagro”, bromea.

Le dijo que no se preocupara por el dinero, “que ya se lo iba a pagar. Era un negociante que se dedicaba a ir por los bares y restaurantes y te facilitaba lo que necesitabas”.

Mientras tanto, seguía trabajando en la construcción y su mujer y sus hijas le ayudaban en el bar. Al poco tiempo se dio cuenta “que solo con carne de cabra no levantaba cabeza”, así que empezó a coger el coche, contrataba barcos en la playa de San Marcos, en Icod de los Vinos, y en Garachico y se dedicó a faenar y a vender pescado fresco. “Pasé por esta carretera durante 29 años todos los días de dios y cuando había hoyos por todos lados. Traía viejas, morenas, pulpos, y las lapas que yo mismo cogía”, cuenta.

Eso lo llevó a conocer todos y cada uno de los rincones y piedras de la costa del municipio que a día de hoy, con 81 años, cita y detalla a la perfección.

Una fama que le dura hasta hoy

Un día, uno de sus proveedores quitó el letrero del negocio con el nombre de su madre y le regaló uno que rezaba: Bodegón El Bicho. Así empezó a coger una fama que le dura hasta el día de hoy: ‘El bicho’ de San Vicente, barrio al que está vinculado, existe y lleva su nombre.

Silverio es de los pocos vecinos que conserva la tradición del arco de San Pedro, en la ermita ubicada en la Rambla de Castro, en el antiguo camino Real, que data del siglo XVII.

La tradición marcaba que los dueños de las fincas donaban una piña de plátanos para armar el arco en honor al santo, cuya festividad se celebra el 29 de junio. Se trata de una estructura de grandes dimensiones en la que se amarra toda la fruta y verdura que se consiga (casi mil kilos) con helechos por arriba y debajo, hojas de palmeras con las letras de San Pedro, pan y pescado.

Él es el promotor, pero tiene ayudantes. aunque cada vez más a la “juventud y a la gente le gusta menos encargarse de estas cosas, siempre somos los mismos”, se queja.

Carnavalero, por sobre todas las cosas

Pero si hay algo de lo que le gusta presumir a este realejero es ser “el carnavalero más viejo de Los Realejos”, como él mismo se define.
Empezó a salir en las Carnestolendas en el año 1953. Lo hacía con su madre y siempre disfrazado de mujer, “cuando las pelucas eran de lino y las alpargatas de esparto”.

Desde entonces, no ha parado. Incluso en la época de Franco, en la que la fiesta estaba prohibida, se buscó la vida para poder divertirse junto a tres amigos y estrenar un traje que le habían mandado desde Venezuela, país al que emigró uno de sus hermanos.

Siempre lleva tacones aunque en los últimos años solo aguanta entre cinco y ocho centímetros, pero se vanagloria de haber llegado hasta los 15 de altura. Disfrazarse es su pasión y su familia se implica con él. Sus hijas y su mujer lo pintan y su cuñada se amaña para renovarle el vestuario todos los años.

Tal es así que en 2016 fue la portada del cartel ataviado con un traje de dama antigua dentro de una caja de muñecas, aludiendo así a la temática de la fiesta de esa edición, el Carnaval de los juguetes.

A Silverio no lo detiene nada. Se va a Santa Cruz, al Puerto de la Cruz, a La Orotava, a Tacoronte, pasa pror La Guancha y llega hasta las viudas de Buenavista. “Hay pocos escenarios en la Isla en los que yo no haya subido a cantar”, asegura.

La primera vez que lo hizo fue en la plaza vieja de Icod El Alto, con Olga Ramos, y también se jacta de haberlo hecho con Chago Melián. Izas, folias, fandanguillos, pasos dobles, malagueñas, se atreve con todo. Hasta con Manolo Escobar.

Tiene una colección completa de trajes “y eso que he regalado muchos, otros no me los han devuelto y otros los he tirado porque me lo dan en muy mal estado y ya no sirven. Este año saqué 14 pero al final, solo vestí tres”, detalla.

Y no solo de trajes, sino de pamelas, pelucas de todos los colores, “delanteras de siliconas de todas las medidas” y “tangas de todos los colores e iluminadas”. Tiene, además, una caja enorme con zarcillos y collares que le regalan “las extrajeras del barrio” y otra con pinturas y los ganchos para las pelucas. “Soy ordenado, mejor dicho, ordenada, y en cada sitio sé lo que me espera y lo tengo todo preparado antes”, insiste.

Los dos años de pandemia lo pasó mal al no haber fiesta. Dice que miraba el armario y pensaba: “¿Para qué tanta ropa si no me la voy a poner?”.
En febrero, cuando el concejal de Fiestas le pidió “que no le fallara”, no dudó en prepararse para volver a salir al escenario. “Lo hice tres veces”, recalca. Y en una de las ocasiones con el traje de ‘Lolita la mexicana’, que se lo trajeron del país azteca. “Precioso, todo blanco, bordado. Cuando me vieron llegar me dijeron: ‘Ahí llega la chuchi”.

No lo dudó. Se subió y se puso a cantar un paso doble de Manolo Escobar. “Me meneaba de un lado a otro, fue impresionante”, relata. Sin embargo, de golpe se empezó a sentir mal, le faltaba “una chispa”, no sabía lo que le pasaba. Tuvieron que ayudarlo a bajar la escalera porque no podía y llamaron a un taxi que lo llevó hasta su casa.

“¿Qué le pasó?”, le pregunto intrigada.

“¡Que tenía el bicho encima!”, confirma a carcajadas refiriéndose a la COVID-19.

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