Mi hermano no era solo mi hermano, sino, también, el cincuenta por ciento del periodista bicéfalo que bautizamos con la suma de nuestros nombres dando lugar a Carmelo Martín.
Al principio, éramos dos niños asomados a un balcón, donde surgió el instinto periodístico por casualidad, escuchando la radio, espiando las escenas de la calle, intrigados por los ruidos, las pitas y las trifulcas vecinales sobre la avenida de San Sebastián. En una ocasión, un marido despechado apuntó desde una ventana con una pistola a un hombre que huía despavorido. Y así nos aficionamos a contar lo que pasaba en el barrio.
Martín sentía deleite por la vida. Muy pronto comenzó a levantarse temprano para ir a trabajar salvándonos literalmente, cuando estábamos con una mano delante y otra detrás. Después conocimos a don Manuel García Padrón, que me dio empleo de ordenanza en su bufete de abogado. Y nos sonrió la suerte. Entramos en la Caja de Ahorros y en el periodismo, dos casas.
Mi hermano siempre fue una dinamo de ideas. Parió proyectos hasta la víspera de su muerte, este martes de marzo en Madrid. Con todo, lo que más disfrutaba eran los almuerzos, las veladas, las tertulias y el fútbol con un aire de fiesta como un arlequín, fiel exponente de la comedia de la vida. Siempre que pudo, se divirtió. En esa atmósfera parecía un personaje de Rabelais.
Yo sé que Martín tenía alas. Y las desplegaba arropando con afecto. Era un ejército en sí mismo. Llevaba el peso de muchas cosas a la vez. Solo lo recuerdo frágil en la niñez introvertida en que yo me partía la cara por él como un padre protegiendo a un hijo indefenso. Pero enseguida se empoderó y ejerció de primogénito, siendo como gemelos con un año de diferencia, con Yaya y Ana, que se fueron sumando hasta conformar un cuarteto de hermanos.
Era un zahorí descubriendo amigos todo el tiempo. Martín siempre elevó el volumen de la amistad. Luego supe, por Mario Alonso Puig, que esa capacidad de encuentro es el mayor complemento vitamínico de la felicidad.
Vivió 67 años con exceso de trabajo, pero a veces se entregaba al dolce far niente de sus hobbies, de sus viajes y de sus placeres culinarios. Paraba el reloj y se desternillaba como un niño, experto en el arte de vivir.
Los médicos de la UCI de la Fundación Jiménez Díaz comentaban que Martín no dejó de bromear antes de ser sedado. Se libró del sufrimiento de la muerte, que ocurrió este martes 14 al filo de las 9 de la noche hora canaria.

Era un hombre apoyado en sus ideas. Dio origen al futbolibro en El País Aguilar con un bestseller que hizo época, pues la idea de escribir un libro sobre Valdano, que nos deparó tantas satisfacciones, fue suya. En la dirección de La Gaceta de Canarias, que compartimos en 1989, el año nómada en que cambió el mundo con el fin de la Guerra Fría y la caída del muro de Berlín, el mayor peso lo acarreó él. Cuando nos quisieron detener en el franquismo, sugirió que nos volviéramos invisibles, transparentes como los fantasmas hasta que pasara el peligro. A Martín no lo tumbaba ninguna dificultad. Ni a esta enfermedad se lo puso fácil.
Se ha ido mi hermano del alma. Ya nada será igual. Nada. Lo sé. Pienso en sus hijos, Yoné, Romén y Tamait, que son tres martines que mantienen a su padre tres veces vivo.
Lo tenía muy cerca para darme cuenta de la dimensión profesional que había alcanzado. Estaba considerado uno de los promotores de World Music más importantes de Europa. Organizó conciertos históricos y llevaba a África en la agenda del Mumes como había hecho con América en Son Latinos junto a Leopoldo Mansito.
Entre los balaustres del balcón de aquella calle San Sebastián, cerca del antiguo reformatorio, del barranco de Santos, de la Ermita y la Clínica Llabrés, donde vinimos al mundo, nació la vocación periodística, que prosiguió en el barrio Duggi, donde hicimos un pacto de sangre con Zenaido Hernández Cabrera en la plaza del barrio. Fue en la Obra Social y Cultural de CajaCanarias, con Pascual Arroyo y Alberto Delgado, donde se curtió como dinamizador cultural.
Martín lo hacía todo de un modo brillante y transversal. Inventaba conceptos. La cultura estaba en los libros, en las artes plásticas, en el aire y en el mar. Y se hizo amigo de las ballenas, en el reverso de Moby Dick de Arona SOS Atlántico junto a Santi Gutiérrez. A esa roulotte se sumó el niño colombiano Francisco Vera Manzanares, fundador de Guardianes por la vida, activista medioambiental, que ayer vino a su entierro como a despedir a un ser querido.
El secreto de Martín era Cuchi Jarque. La sociedad que formaron a lo largo de 25 años de convivencia y gestión cultural hizo historia en muchas metas consagradas. Esa fue su suerte. Su mayor revés fue la Gran Recesión de 2008, que le asestó un golpe muy duro en el momento de mayor esplendor.
Con 18 años, Martín salió de casa y fue a Cuba a conocer a la Nueva Trova y a Nicolás Guillén. Cuando volvió cargado de libros y proyectos, me involucró en la odisea de la Nueva Canción Popular Canaria, que puso en pie una segunda Cuba musical en las Islas. De esas raíces surgieron más tarde Son Latinos y SOS Atlántico.
Pero se equivoca quien haga una mera lectura empresarial de su trayectoria. Cuando los periodistas de los años 50 ya eran veteranos y aún no se había producido el recambio generacional, Martín, Zenaido y yo éramos tres niños en la incubadora del periódico La Tarde con don Víctor Zurita y Alfonso García Ramos. Martín pasó por las principales cabeceras periodísticas de España, como Triunfo, Diario de Barcelona o El País.
Yo siempre aprendía a su lado. Era inteligente y audaz, y se sumergía en la vida como un buzo feliz desafiando los tsunamis. Reinventarse, esa era su virtud. Escribía muy bien y conservó el tic enciclopedista que nos inculcó nuestro tío Paco Martínez del Rosario entre los libros de La Prensa, su librería de la calle del Castillo. Había crecido como yo oyendo hablar a clientes ilustrados como José Arozena, Vizcaya Carpenter, Pérez Minik y el enfant terrible Luis Alemany. Nos criamos en aquel perímetro del periódico La Tarde, la librería, el Círculo de Bellas Artes y el Teatro Guimerá.
Le echo infinitamente de menos. ¿A quién pediré ahora la segunda opinión? ¿Qué pesará más: el hermano que se fue o aquel contenedor de imaginación ya vacío para siempre?