Este 30 de mayo coincide con los ecos del 28M, tras los comicios del domingo, y el anuncio del adelanto de las elecciones generales al 23 de julio. Por esta razón es una fecha de evidentes resonancias electorales, un día autonómico cargado políticamente que nos obliga a buscar las raíces para saber dónde estamos y hacia dónde vamos cuando ya embocamos el ecuador de 2023, que no será un año irrelevante en el curso inmediato de nuestras vidas.
La resaca electoral invita a solapar la fiesta del autogobierno, nuestro consorcio de pueblo desde hace 40 años, con las secuelas y efectos del giro político surgido de las urnas.
Cuarenta años después de la constitución del primer Parlamento, podemos decir que los cimientos son sólidos y han resistido los embates de conatos desestabilizadores como el desafío de la doble autonomía, los arañazos del pleito insular, la bipolaridad de Canarias -cuando éramos dos modelos- ante la integración en Europa, la división universitaria … y sobresaltos propiamente políticos como una cuestión de confianza o el procedimiento de una moción de censura.
Estos cuatro años, los más turbulentos y conflagrativos en un siglo a nivel mundial, han sido, sin embargo, también los más pacíficos, cívicos y dialogantes en la vida parlamentaria y social de esta tierra en cuatro décadas. Tan alejados de la acritud política que reinó en Canarias en el periodo anterior y que cuatro años después constituyen una amenaza latente para una deseable convivencia de sensibilidades distintas, como es exigible en toda comunidad libre y democrática de la España plural.
Es conveniente mirar con justicia a los años vividos en esta última etapa, sin acoso ni hostigamiento. Porque ha habido rachas en que la política en las Islas perforó el tejido de la convivencia, alimentó el sectarismo en los ámbitos sociales y económicos, y desató una purga de desafectos impropia del Estado de las Autonomías de este país.
Son los periodos oscuros que no se borran de la memoria porque contienen las pistas de los renglones torcidos con que se maneja el poder cuando escribe su relato de esta tierra de forma sectaria y logra abrir brechas en la convivencia, desasosegar la vida pública y civil, crear grupos de presión y avivar rencillas en una sociedad tradicionalmente abierta, plural y desarmada de odios tribales como la nuestra.
Hay determinadas conquistas que alguien debe reconocer sin ambages al Gobierno que ahora se despide en Canarias. Es de justicia en una ocasión como esta en que los ciudadanos de las Islas se conjuran para defender el derecho a la convivencia, a la libertad de opinión y a la paz social exigible en términos inequívocamente democráticos .
Esos logros atribuibles al Pacto de Progreso no se agotan en el saldo de una economía saneada, como es el caso pese a las turbulencias de la pandemia, la inflación y la crisis energética. No se limitan al hecho de haber generado más empleo que nadie y que nunca a pesar de la crítica situación vivida en sectores neurálgicos como el turismo. No se circunscriben a sus deberes en la lucha contra la pobreza y la desigualdad de una sociedad con déficits estructurales de integración social. No se refieren únicamente a la construcción de viviendas públicas tras una década en blanco. Ni a la educación pública de 0 a 3 años. Ni a la renta ciudadana para subsidiar a las familias más necesitadas.
Más allá de todo ello, ha de hacerse público reconocimiento, en este Día de Canarias, a las cuatro formaciones políticas que llevaron el timón de este barco cuando la tempestad amenazaba a todas y cada una de las islas, su acierto como vehículo de amistad entre los canarios. Algo que tanto necesitábamos para restablecer la vida social en armonía. Ante el frentismo y el resentimiento de momentos políticos que quedaron grabados en la memoria de la autonomía canaria reciente con triste recuerdo, este último cuatrienio se ha caracterizado por la recuperación del diálogo cívico y de las mínimas condiciones necesarias para coexistir y avenirse en una sociedad que había quedado herida y tensionada por fricciones políticas y cazas de brujas, que ahora resultan insólitas con el paso del tiempo.
Los Días de Canarias nos recuerdan que esa pax social nunca está garantizada definitivamente en unas islas propensas a la desconfianza mutua a cada salto electoral. En la décima legislatura que ahora culmina han sido posibles cuatro años de sana convivencia entre las islas y las personas. Pero no está escrito que sea para siempre. Esa es la asignatura permanente del curso de la autonomía y el test que debe hacerse cuando toca como hoy celebrar el día de la comunidad.
Los medios de comunicación, que suelen ser víctimas, en periodos de tirantez, de estériles divisiones fomentadas desde el poder entre acólitos y detractores, son termómetro de las relaciones humanas en el seno de la sociedad. Venimos de uno de los mejores periodos de calidad humana en lo político y lo social. Probablemente tarde en repetirse un clima de tolerancia semejante. Fruto de ese bienestar en las relaciones sociales que ha habido en Canarias durante los cuatro años más difíciles que se recuerdan, la sociedad canaria se levantó de modo ejemplar y puso toda su maquinaria en marcha. Resurgió espectacularmente el turismo, motor de nuestra economía; las empresas retomaron el ritmo con el fin de las restricciones y afloraron el consumo y la actividad en los distintos sectores.
Todo experimento tiene los días contados. Canarias viene de experimentar sensaciones inéditas con la pandemia y la recuperación. Y, sin embargo, una vez superados los estragos y sin que la temida recesión económica se produjera, y cuando se restablece la normalidad, las urnas, en condiciones óptimas, ya sin mascarillas ni otras limitaciones, han pasado factura a los gobernantes que han traído a Canarias a buen puerto. La voluntad popular ha hablado. Y ahora afronta una nueva cita electoral. Lo que convierte este Día de Canarias en una pausa inusitada de la democracia, un acto introspectivo, una composición de lugar para votar en conciencia en un tiempo nuevo que acabamos de estrenar este domingo, y de cuyas consecuencias y repercusiones todavía no somos capaces de hacernos una idea cabal.