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País excéntrico

Sí, somos un país excéntrico. Hasta finales de los sesenta, en las estaciones de trenes de España existía la figura del aguador, un paisano o una paisana que acarreaba un porrón y que, por una perra gorda, ofrecía agua a los pasajeros del tren correo, que se detenía en todas las estaciones y en el que siempre viajaba una pareja de la Guardia Civil, por si las moscas. Yo fui testigo del deambular de los aguadores por los andenes. Estoy leyendo un libro, Los Borbones y sus locuras (ed. La Esfera de los Libros), de César Cervera Moreno. Habla no de un aguador, sino de un cagador, el duque de Vendòme, que vino a España a ejercer poder en la corte de Felipe V, un rey tan valiente como loco. El duque recibía a sus visitas mientras defecaba, lo cual era bastante pintoresco pues no sólo sufría de estreñimiento sino también de unas molestas almorranas. En Parma fue visitado por el arzobispo del lugar, que se mostró al menos asombrado cuando el duque/mariscal se levantó del cagadero y enseñó al prelado sus partes. A partir del lance, el eclesiástico renunció a las visitas y enviaba en su lugar a un fraile, menos pudoroso. Al menos demostró cierta soltura cuando el duque se alzó de su asiento, en medio de los vapores propios del acto, y enseñó sus vergüenzas al monje, que llegó a cardenal: “¡Qué culo de ángel!”, gritó el enviado del arzobispo. El duque murió en Vinaroz por una panzada de langostinos, así que sus problemas intestinales no parecían extraños. Cuando se iba a visitar a Franco, un ayudante decía al oído a los presentes en la audiencia: “No le apriete la mano al Caudillo”. Había que saludarlo con la mano fofa, como saludan los mentecatos y las señoras. No me digan que este no es un país raro de cojones.

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