Presumía de ser un loco libre que no pasaba por el aro de los rebaños pastoreados por las clases dominantes, ni se dejaba arrastrar por las modas interesadas promovidas desde el poder. Cultivaba la ingenuidad como un tesoro, porque sin ella perdían todo su sentido las utopías, los sueños y las revoluciones del mundo que tenía en su cabeza y que propagaba cada noche a los cuatro vientos. Defendía el amor sin límites ni códigos, el derecho a plantar cara a los miedos prefabricados impuestos por decreto y las mentes abiertas a vivir con plena consciencia, sin ataduras, por encima de doctrinas, ideologías y chantajes.
Agitaba desde su colina radiofónica y televisiva las banderas de la libertad sin restricciones y la solidaridad sin fronteras. Era un revolucionario pacífico que se desgañitaba con silencios salpicados de palabras directas al corazón desde su púlpito de madrugada. Siempre soñó con un mundo en armonía y en paz. Así era Jesús Quintero, el Loco de la Colina, el genio de la pausa, que hace un año voló al encuentro de la eternidad.
“Todos nuestros problemas comienzan cuando nos olvidamos de la verdad más elemental: cuando creemos que cualquier cosa es más importante que vivir. Cualquiera está dispuesto a amargarse la vida por conseguir metas que no le van a ayudar a vivir más”, pregonaba desde su particular atalaya junto al Guadalquivir.
Apasionado de la capital hispalense y verdiblanco de corazón (“el único defecto de Sevilla es que no se llama Betis”, ironizaba), el comunicador onubense creó escuela en la radio y en la televisión, donde marcó una época en los años 80 y 90 con un estilo alejado de los convencionalismos, en el que construía su atmósfera intimista empleando la entonación adecuada, sus reflexiones pausadas, sus preguntas inimaginables, sus silencios eternos, sus caricias musicales, sus bocanadas de tabaco junto al micrófono y su célebre carcajada intermitente.
Aquella voz grave se desnudaba en cada programa ante su audiencia, a la que reconocía que no hallaba respuestas para las grandes preguntas, como tampoco encontraba el sentido de la vida ni el de la muerte, a la que definió como “esa insaciable y ciega funcionaria”. Pero buscaba la verdad entre los enigmas terrenales, porque sostenía que sin verdad no hay crecimiento y sin crecimiento no hay felicidad.
De la misma manera, animaba a defender la autenticidad y el espíritu crítico frente a las apariencias y los decorados televisivos. “Hay que defender con más coraje que nunca la bondad, la calidad, la verdad y el trabajo bien hecho. No dejes que te convenzan de que lo malo es bueno. Lo malo es malo, aunque lo bendigan ocho millones de espectadores. Mientras tú y yo lo tengamos claro, no todo estará perdido”.
Advertía sobre los riesgos del conformismo en una sociedad que parecía cortarnos a todos por el patrón de la ramplonería. “Alguien dijo que todos somos geniales hasta los siete u ocho años, pero luego tratamos de parecernos a los otros. Buscamos la mediocridad y casi siempre acabamos lográndola. No te empeñes en ser mediocre si puedes ser genial. Procura ser tú mismo, no hagas lo que todos, no digas lo que todos, no pienses lo que todos”, reivindicaba.
Esa rebeldía que corría por sus venas le llevó a combatir los clichés manipuladores de una sociedad de consumo que se extendían como una plaga: “Estoy dispuesto a morir convencido de mis ideas porque soy un loco libre, moriré de pie antes que arrodillado por culpa de una sociedad que me dice a qué hora debo desayunar, con quién acostarme y cuántas veces debo hacer el amor. Mi libertad me la quedo yo, moriré de pie convencido de mis ideas”, manifestó en otro de sus monólogos.
El paso de la vida lo afrontaba como lo que es, una lucha a muerte contra el tiempo. Sabía que la juventud es cosa del pasado desde el momento que se empieza a llamar utópicos a los soñadores y “desde que se acepta al ganador y ya no se da un duro por una causa perdida”. “Perdemos la juventud el día que se nos despierta el sentido práctico y entramos en el juego y aceptamos las reglas; perdemos la juventud el día que asumimos que esto es lo que hay, que siempre ha sido así y que no se puede hacer nada para cambiarlo”, enfatizaba.
En su territorio de música y de palabras impartía lecciones cargadas de sentido común y afán motivador. Invitaba a despojarse del miedo, esa camisa de fuerza que impide movernos como una cárcel invisible que nos arrebata la libertad, y a mirar a los ojos del fracaso sin temor a sus consecuencias, porque sostenía que el peor revés es no intentar hacer lo que se desea por miedo a no cumplir las expectativas. “El mayor y único fracaso está en no empezar. Haz lo que te propongas y llega hasta donde puedas. Ese es tu triunfo: poner toda tu voluntad en el empeño, conseguirlo o no es lo de menos. Lo que cuenta es luchar y cada día estoy más convencido de que la vida es un camino y no una meta”.
Decía que con la mentira se puede ir muy lejos, pero “sin la esperanza de volver, como un billete de ida para llegar al poder, al éxito, a la cumbre o para conseguir el favor, el voto o el aplauso de la gente”. Hasta que la farsa pierde su careta. “Entonces el viaje de vuelta hay que hacerlo a patita, arrastrándose o esposado, como han vuelto tantos de los que fueron tan lejos con sus mentiras”.
No hablaba de oídas cuando reflexionaba en un estudio de radio o en un plató de televisión sobre la depresión y la soledad. Sabía muy bien lo que decía porque él también le vio las orejas al lobo del dolor y del sufrimiento en varias etapas de su vida. Conocía lo que es sentirse como en un desierto en una ciudad de millones de habitantes, lo que es esperar y desesperar y probar el sabor de la traición, del desengaño, del desamor y del miedo.
Una noche, frente a las cámaras, llegó a sincerarse: “Sé lo que es acurrucarse en un rincón y esperar que llegue el fin del mundo. Sé lo que es sentirse como un muerto. Conozco los aledaños de la locura y he puesto a mi coche a más de 180 kilómetros por hora en una carretera sobre el precipicio. Y me he asomado a un balcón con intenciones negras”.
Aun así, el peso y el contrapeso de su balanza emocional solían caer del mismo lado ante su audiencia, para recordarnos que el cartero de la vida nunca llama dos veces, porque “vivir es una oportunidad única y no hacerlo es entregarse a una muerte anticipada mientras la sangre corre todavía por nuestras venas”. Por eso reivindicaba “exprimir” la vida, saltar de la cama cada mañana como si todo fuera nuevo, aprovechar cada momento como si fuera el último, porque “el instante que se va no vuelve”.
Proclamaba que las arrugas son medallas que ganamos por los servicios prestados y aconsejaba apurar los encantos que nos brinda la vida en sus diferentes ciclos: “Seríamos mucho más felices si nos aceptáramos cada momento cómo somos, hay un tiempo para todo y el secreto está en no dejar escapar las oportunidades irrepetibles. Solo se es niño una vez y hay que serlo a su debido tiempo”. En sus últimos programas confesó: “Quiero descubrir qué misterio encierra esta nueva edad que llama a mi puerta”.
Bajo el cielo de Sevilla, Jesús Quintero creó un reino de sentimientos sin fronteras ni castas en el que comparecía cada noche mientras arrullaba a su audiencia con las notas del Shine on you crazy diamond, de Pink Floyd. Desde su colina nos enseñó a cultivar los sueños, la imaginación y la fantasía para ver más allá de las paredes y ser vistos por los dioses a través de la “lupa de la noche”, como se refería a la Luna. Pero también aprendimos con él a sembrar e interpretar los silencios, a leer entre líneas y a no tomarnos todo al pie de la letra. Porque la vida, sin ser un cuento de hadas, es mucho más sencilla de cómo nos la pintan. Tanto que vivir es estar vivo y parecerlo, como no se cansaba de repetir.
A sus 82 años, la “insaciable y ciega funcionaria” lo sorprendió mientras dormía la siesta en una residencia gaditana. Quizás soñaba en ese momento con el célebre poema El viaje definitivo de Juan Ramón Jiménez, tantas veces recitado desde su colina hispalense: “Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando, y se quedará mi huerto con su verde árbol y con su pozo blanco. Todas las tardes el cielo será azul y plácido. Y tocarán, como esta tarde están tocando, las campanas del campanario. Se morirán aquellos que me amaron y el pueblo se hará nuevo cada año. Y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado, mi espíritu errará nostálgico. Y yo me iré y estaré solo, sin hogar, sin árbol verde, sin pozo blanco, sin cielo azul plácido… y se quedarán los pájaros cantando”.