El viaje es uno de los instrumentos esenciales para definir la relación de la persona isleña con el mundo. Permite salir del terreno acotado por el mar, de sus inercias sociales y culturales -que a veces parecen reconcentradas y sin salida-, pasear sin limitaciones territoriales y liberado como un flanêur por otros lugares con maneras diferentes de entender la vida, el espacio, la naturaleza, la ciudad, la comunidad. No es intercambiable con el conocimiento intelectual que dan los libros ni con el picoteo que a veces nos ofrece Internet. Nada sustituye a los momentos de apertura que produce la presencia física de lo inhabitual o desconocido, esos chispazos de lucidez, esas sensaciones inéditas, como atisbos de otras vidas posibles que aparecen en un barrio de Quito, en un café de la Ciudad Vieja de Jerusalén, en un museo de Berlín o en alguna callejuela de Malabo. Cuando el viajero regresa a la isla, suele llegar repleto de nuevas ideas. Algunas se desvanecen pronto, ahogadas por las rutinas locales. Otras consiguen florecer, a veces de manera milagrosa.
Uno de esos viajes fue el que hizo en 1960 el arquitecto canario Vicente Saavedra con sus compañeros de la Escuela de Arquitectura de Barcelona por diversos lugares de Europa. En pleno desarrollo del Estado del bienestar, aquellos jóvenes querían conocer las nuevas tendencias en la construcción que emergieron al socaire del modelo social europeo que surgió en la posguerra. Llegaron hasta Finlandia, donde se empaparon de la obra de Alvar Aalto y visitaron otros proyectos en los que también había participado el arquitecto finés, como el de la ciudad-jardín de Tapiola, situada al Oeste de Helsinki, un enclave donde la naturaleza coexistía –y coexiste- con una manera de edificar concebida a escala del ser humano, de sus necesidades de vivir en un espacio confortable donde pensar, contemplar, abrigarse y disfrutar de la vida comunitaria. Varios años después, ya de vuelta en Canarias, Saavedra diseñó el complejo turístico de Ten-Bel junto a Javier Díaz-Llanos, aplicando algunas de las ideas que había traído desde Finlandia.
Con este viaje en la cabeza nació ‘Para crear un paraíso’, un documental dirigido por el cineasta David Baute a partir de una idea del escritor Alejandro Krawietz, que es co-guionista del proyecto junto al propio Baute y Nayra Sanz Fuentes, y que da voz al documental, que se estrenó recientemente en el TEA y podrá verse en la Televisión Autonómica Canaria en alguna fecha aún por determinar. Krawietz concibió inicialmente la película como un viaje con Saavedra recorriendo los lugares que había visitado con sus compañeros en el año 60, pero la muerte del arquitecto, en el año 2021, alteró el proyecto, que se centró entonces en un viaje del escritor hasta Finlandia para visitar el legado arquitectónico de Alvar Aalto y reflexionar sobre las formas de habitar el espacio.
Con voz suave, cámara en mano y planos de una libreta llena de notas, Krawietz entabla un diálogo con el Saavedra desparecido mientras recorre Helsinki y sus alrededores, que aparecen filmados con una luz suave y otoñal que casi nos permite sentir el ambiente del país nórdico. Allí, el escritor canario visita la sede de la Fundación Alvar Aalto, construida sobre una colina en un terreno que nadie quería y donde él vio oportunidades aprovechando los desniveles que le ofrecía la naturaleza. Están sus utensilios, sus tijeras, sus lápices, como si hubiera estado trabajando hasta hace poco. Igual que aún parece habitada la casa donde vivió entre 1936 y 1955 y que diseñó junto a su mujer Aino, también arquitecta y compañera de proyectos, que falleció en 1949. Es un espacio moderno y confortable, una virtuosa mezcla de vanguardia, comodidad y sencillez. Como lo es también el Kulttuuritato –Casa de la Cultura-, el edificio que le encargó el Partido Comunista de Finlandia para que le sirviera como sede, pero también para que fuera lugar de reunión de otros colectivos sociales y auditorio para la ciudad.
“Después de la guerra no se trataba de construir casas sino de construir la convivencia”, le contó a Krawietz el arquitecto Hannu Kiiskilä, que aparece en el documental junto a un edificio de viviendas sociales que diseñó en un barrio de Helsinki, con estructura de hormigón y revestimiento de madera para asegurar la eficiencia energética, con espacios comunitarios para encontrarse con los amigos y charlar. Puro Estado del bienestar, “la última utopía realizable”, como dice Krawietz.
“El modo en que se construye es el modo en que se convive. Siento que este viaje me permite, al menos, esta certeza”, afirma el escritor en el documental. Una idea que recorre también la visita a la ciudad-jardín de Tapiola, donde la vida de las casas dialoga con la vida de las estaciones y los bosques que las rodean. Una experiencia imposible de olvidar, como le relatan a Krawietz una pareja de británicos que tuvieron allí su primera casa.
Pero el viaje de este documental tiene su envés, el de ese proyecto llamado Ten-bel que Saavedra proyectó años después de su viaje a Europa con todo ese conocimiento acumulado. Las imágenes Ten-bel irrumpen como un recordatorio de lo ocurrido en la isla. Desde las bellísimas filmaciones de archivo de aquel complejo vacacional que nació con la voluntad de construir pensando en el espacio que habitaba hasta las ruinas actuales que Krawietz visitó junto al propio Saavedra, y que aparecen al principio del documental como metáfora del colapso de una utopía. Un lugar abandonado y desarticulado como idea en medio de un sur isleño que sucumbió al desorden, la especulación y la explotación infinita del territorio.
Ya lo avisa el escritor: aunque Ten-bel nació como sueño de lo posible, la España de entonces estaba atravesada por los cimientos que puso en marcha el Plan de Estabilización de 1959, “un ensayo de fascismo liberal” que impregnó para siempre las formas de hacer las cosas de este país. “Tu viaje, Vicente, creía en otra España posible, pero esa España nunca sucedió. A partir de entonces, el Plan empieza a modelar bajo sus premisas: crisis recurrentes, dependencia industrial, paro crónico, precariedad sistémica”.
Eso no significa que la utopía socialdemócrata haya quedado al margen de la voracidad capitalista y de la desigualdad. Como recuerda el documental, la especulación inmobiliaria también afecta a Helsinki. Como también le afectan otras formas de exclusión como el racismo. Ese que impide que Mohammed Sharif Bashiru, migrante y taxista que lleva al escritor por la ciudad, pueda acceder a una vivienda social, pese a llevar más de una década solicitándola y tener que pagar 1.100 euros por un espacio de 21 metros cuadrados. “El acceso al paraíso está cerrado. Los permisos de trabajo o de residencia impiden el ejercicio de habitar. Sin ellos, no hay modo de vivir juntos”, apunta la voz de Krawietz.
Pero eso no le resta peso a la tragedia urbanística de nuestra realidad isleña, a nuestro paisaje roto por el planeamiento inexistente, por quienes pudieron y no quisieron pensar y ordenar porque en el caos vivían mejor y ganaban más. Que dejaron hacer para hacer ellos lo que les daba la gana. El drama de unas islas sin proyectos comunes.
En ese contexto, este documental parece un respiro. Hecho con delicadeza, ordenando el desastre desde la poesía. Un viaje para tomar aire. Moderno. Apelando a la utopía que pudimos ser. Agrietando el ruido ambiental con la reflexión y la pausa. Porque alguna vez sí que será posible.