Memoria viva de un pasado olvidado

A sus 90 años, Fernando Hernández recuerda cuando trabajó en los hornos de cal de Los Silos, dos edificaciones de finales del siglo XIX y XX que se conservan en El Puertito
El profesor Manuel Lorenzo Perera, uno de los más destacados etnógrafos de Canarias
El profesor Manuel Lorenzo Perera, uno de los más destacados etnógrafos de Canarias
El profesor Manuel Lorenzo Perera, uno de los más destacados etnógrafos de Canarias

El profesor Manuel Lorenzo Perera, uno de los más destacados etnógrafos de Canarias, lo definió como “el hombre que le vio el corazón a las piedras”. Lo hizo porque al preguntarle por qué no ponía un trozo más grande dentro del horno de cal, le contestó que no lo hacía “porque el corazón de la piedra quedaba crudo, no se quemaba”.

Fernando Hernández Álvarez trabajó durante 11 años en los hornos de cal ubicados en la zona de El Puertito, en la costa de Los Silos, dos construcciones que datan de finales del siglo XIX y que a mediados de los años 70 del siglo XX dejaron de producir, porque la cal dio paso al cemento como material principal de la construcción.

Ambas estructuras fueron declaradas Bien de Interés Cultural (BIC) con categoría de monumento y se mantienen en el lugar ante las reiteradas promesas de las administraciones públicas de convertirlas en un atractivo turístico y de iniciar planes para poner en valor la riqueza patrimonial del municipio, que también incluye la caseta del telégrafo y el ingenio azucarero.

Don Fernando, como lo conocen en el pueblo, es la memoria viva de un pasado olvidado, pero que él no deja de recordar ni de transmitir porque no quiere que se pierda. Por eso, desde joven escribe todos los días sus remembranzas y vivencias en forma de rimas o versos.

A sus 90 años recién cumplidos -nació el 17 de agosto de 1929-, escribe con la misma letra inmaculada que tenía de joven: “Nací a la orilla del mar/ en el ingenio de Daute/ donde mis padres vivían/ debajo de cuatro planchas, que hasta el viento las movía. Y ahora tenemos casa nueva/ con los techos de cemento/ ya no me suenan las planchas/ con los ruidos del viento”. Fernando guarda intactos los años que trabajó en los hornos. Tiene apuntado hasta los utensillos que llevaba para poder hacerlos funcionar. Fue entre 1947 y 1948, al cumplir los 18 años, y allí permaneció más de una década, cuando la carretera todavía era de tierra. El veía cómo sacaban la piedra de los barrancos y las partían con martillos, “hasta que al final trajeron una machacadora para molerla y así poder asfaltarla”, cuenta.

El primer horno que se instaló en el pueblo data de 1800, “aunque no hay nada escrito al respecto”, aclara. El segundo, se hizo en 1931, una fecha que sigue grabada en su estructura. “Hubo una época en la que había tanta demanda de cal que era necesario darle fuego a los dos al mismo tiempo y pusieron dos peones más, éramos cinco trabajando”, precisa.

Lo primero que hacía era preparar la carga cuando venían los barcos y también lo recuerda con un verso. “Allá por el horizonte/ un barco se ve asomar/ y como a vela venía, tardaba para llegar. Viene de Fuerteventura/ cargado de piedra cal/ para los hornos de Los Silos/ que están en este lugar”.

Trabajaba ocho horas de lunes a viernes y los sábados dejaba la carga distribuida para el domingo y este día solo iban a echarle el carbón. Era una labor muy dura. No solo por la cantidad de kilos que había que cargar a diario a hombros, sino porque gran parte se hacía bajo el sol y por eso comenzaban desde temprano. “Al bajar las piedras a mano -cada una tenía entre 80 y 90 kilos-, había que pesarlas en una pesa que aguantaba hasta 500 kilos. En el barco venían casi 200 toneladas, que después subíamos a un carro y más tarde a un camión pequeño y las trasladaba al horno, a unos 100 metros”, detalla.

El profesor Manuel Lorenzo Perera, uno de los más destacados etnógrafos de Canarias
El profesor Manuel Lorenzo Perera, uno de los más destacados etnógrafos de Canarias

Cuando la carga era muy grande, el barco llegaba a la playa con la marea llena y las tiraba al agua y al bajar esta, él y sus compañeros las recogían. Las embarcaciones provenían de Fuerteventura y se sabe los nombres y las cargas que transportaban cada una de ellas. La más pequeña era La Nemesia, de 60 toneladas; El Paloma, que era de vapor ya, tenía 400, mientras que El Gando llegaba a 200 y El Tasón, a 190.
Para romper las piedras utilizaban martillos pequeños “y mientras lo hacíamos, deseábamos que pasara alguien con quien hablar para matar el tiempo, pero solo pasaba la Guardia Civil”, apunta.

En su caso, era un entretenimiento ver llegar los barcos, y además, como no había trabajo, muchos vecinos del pueblo iban a esperarlos, “aunque les pagasen cuatro perras por sacar las piedras del agua”. Él cobraba 25 pesetas diarias.

Una vez que tenían la piedra comenzaba el trabajo en el interior del horno. Había que bajarlas por las paredes con mucho cuidado para evitar que rozaran y se quemaran. El combustible que utilizaban era carbón, proveniente de Alemania o Inglaterra, aunque en su opinión, “este último era de mejor calidad”.

Sobre la parrilla del horno se ponían ramas de brezo y leña “y se tiraba un poco de petróleo para que empezara a arder y a los cinco o seis días estaba el fuego arriba y se empezaba a sacar la cal quemada.
Lo que más le gusta contar a don Fernando son las picardías que hacía con sus compañeros. “Comíamos un montón de piñas de millo que los chicos robaban y las asábamos allí”, confiesa. También pescados. Muchas veces les quitaban las trabas de la ropa al pescador que estaba enfrente y los colgaban para asarlos. “Lo envolvíamos en un papel cualquiera, hasta en un periódico, lo metíamos en la cal y las papas en una bolsita y salía a pedir de boca. Y hoy la gente se enferma por nada”, dice. El horno no dejaba nunca de funcionar, ardía todos los días del año. De cada parrilla que sacaban salían unas 30 o 40 fanegas de cal, unas 100 diarias. Doce paladas era una fanega “y la pala no era muy grande”. Fernando descubrió que la cal sirve para el blanqueo del azúcar. “Pero también para enterrar a los muertos y para desinfectar los terrenos”.

Cuando dejó de funcionar el horno, empezó a trabajar como albañil y luego como encargado en una finca de plátanos, donde permaneció durante 30 años. Pero su gran pasión fue el horno de cal, un lugar que visita todos los días y del que tiene montones de fotografías. “Una vez vino un hombre de Fuerteventura a preguntarme si tenía fotos de los barcos porque un tío suyo trabajaba en uno que traía piedras. Le nombré a dos o tres patrones cuyos nombres tenía apuntados, y uno de ellos era su tío”, dice.

El profesor Manuel Lorenzo Perera, uno de los más destacados etnógrafos de Canarias
El profesor Manuel Lorenzo Perera, uno de los más destacados etnógrafos de Canarias

Don Fernando lamenta que las administraciones públicas “no busquen la manera de hacer algo allí”, o al menos, de que sirva para promoción turística.

Cambió de trabajo, pero lo que nunca dejó de hacer este vecino de Los Silos es escribir. Lo hizo por primera vez en el barco que lo llevaba al cuartel en La Palma y desde entonces no ha parado. Pasea por la orilla del mar y cuando ve algo que le llama la atención o le gusta, lo anota, pese a que en estos días de calor “se inspira menos”.

Todo lo que ve lo reseña en el papel y lo guarda. Son cientos los cuadernos y las hojas sueltas acumuladas en su casa. “Tengo la Isla Baja escrita, los nombres de todas las presas de agua, y lo que se hacía con el carbón en el monte”, añade orgulloso. Pero también le hizo una poesía al plátano canario y al Teide.

Parte de sus versos los publicó en un libro, aunque no se acuerda exactamente en qué año. Terminó la escuela primaria a los 14 años, como la mayor parte de su generación, y tiene una caligrafía impecable gracias a su último maestro, Roque Quirós. “Antes no se hacían copias y si el maestro creía que no servía, te lo hacía hacer otra vez”, añade.

Trabajador en los hornos de cal, albañil, agricultor, pero, sobre todo, poeta, una condición de la que presume orgulloso y, como tal, se despide con una de sus rimas encantadoras que tanto alegran el alma a quien las escucha: “Encantado estoy de conocerte/ con humor y alegría/ yo te dejo mi amistad/ y me llevo tu simpatía”.

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