El párroco que puede ser santo

La Fundación Santa Rita y la familia del padre Antonio creen que el sacerdote reúne méritos suficientes para ser beatificado o canonizado
El recordado padre Antonio María Hernández, natural de La Orotava, fue el fundador                 de los dos hogares de ancianos Santa Rita I y II, en Puerto de la Cruz / ANDRÉS GUTIÉRREZ
El recordado padre Antonio María Hernández, natural de La Orotava, fue el fundador de los dos hogares de ancianos Santa Rita I y II, en Puerto de la Cruz / ANDRÉS GUTIÉRREZ

El 24 de marzo de 2011 Antonio María Hernández subió a los cielos. A ese cielo del que una vez vendió pedacitos para poder cumplir su sueño: ayudar a los más necesitados. Y lo logró con dos grandes obras, los hogares de ancianos Santa Rita I y II. Al cumplirse cinco años de su fallecimiento, los miembros de la Fundación Hogar Santa Rita y su familia intentan buscar otro camino para el sacerdote porque consideran que tiene valores terrenales y sobrenaturales tanto en América como en España para “ser algo más”, y por eso se plantean solicitar su beatificación o canonización. Son conscientes de que se trata de un proceso largo y complejo, que se debe iniciar después de los cinco años de la muerte y antes de los treinta posteriores para reunir los méritos suficientes, pero quieren intentarlo “hasta donde se llegue”, asegura el director gerente de la fundación, Tomás Villar.

Para Ángel Hernández, uno de los siete hermanos del sacerdote, este asunto no es una prioridad “porque lo que está es todo demostrable”. Pero sí lo es que sus restos, que actualmente se encuentran en el cementerio de La Orotava, su lugar de nacimiento, reposen en la iglesia de Santa Rita, que es su gran obra. Ambos quieren ser prudentes en este sentido. Porque hay algunos milagros de curaciones de enfermedades que tienen que confirmarse y, en otros casos, esperar a la autorización de las personas implicadas para contar lo sucedido. Incluso en la Península le atribuyen “hechos inexplicables”. Ángel comprobó cómo su hermano recuperó el habla cuatro o cinco horas después de haber sufrido un ictus, algo que parecía muy difícil por no decir imposible. Y fue testigo de algunos milagros terrenales, como donaciones anónimas para pagar las nóminas del personal y los gastos que generaba el hogar por el importe exacto que faltaba, un hecho que también constata el gerente. Ángel es la primera vez que habla de su hermano, por quien siente una gran admiración. Siempre estuvieron muy unidos pese a la diferencia de edad y a que tenían otros seis hermanos: Alfredo, María de los Ángeles, Elia, Vicente, María Luz y Teresa.
Cuenta que el recordado sacerdote fue desde los seis años un estudiante ejemplar, que corregía junto a sus maestros las faltas de ortografía de sus compañeros. Su primera entrada en el Seminario Diocesano fue a consecuencia de la visita de un fraile franciscano a La Orotava en 1946. Tenía 10 años y tras pasar dos allí tuvo que dejarlo por enfermedad. A los 14, una vez concluida la enseñanza obligatoria, decidió trabajar como tapicero y un año después llegó a ser jefe del taller del padre de Isaac Valencia, exalcalde de la Villa. Al mismo tiempo estudiaba contabilidad y dibujo, llevaba los números de un comercio después de las 11 de la noche, participaba en la banda de música, en la rondalla eslava, “y tenía su novia”, apostilla Ángel. Siempre fue muy callado, por eso para su familia fue una sorpresa cuando le anunció, al cumplir 18 años, que se iba a América. Su ilusión era que la casa en la que vivían y que aún conservan en el número 74 de la calle de San Juan, en La Orotava, fuera propia, y ese fue su objetivo, reunir el dinero para comprarla. Y lo logró, como todo lo que se proponía.

El Nuevo Continente fue clave para su vida. Allí renegó de la religión y al mismo tiempo afianzó su fe. Dejó de escribirle a su madre hasta que ella le envió una carta en la que solo le pedía saber si estaba vivo. “Eso le llegó al alma a tal punto que a los 22 años le contestó para comunicarle que dejaba el mundo que lo tenía atado por el pecado para entrar en la orden eudista y dedicarse de lleno a Dios”, relata su hermano. También le envió un cheque con el importe correspondiente al valor de la vivienda. Eran 93.000 pesetas, “mucho dinero si se tiene en cuenta que mi padre ganaba mensualmente 2.300”, añade. A partir de ese momento comenzó la otra etapa de Antonio Hernández. Estuvo en Colombia, volvió a España para terminar sus estudios de sacerdocio y entró en la orden de los capuchinos. En Guadasuar sufrió un accidente mientras fregaba una vasija grande que al romperse le cortó todos los tendones de una mano. Cuando llegó al hospital se negó a que le pusieran anestesia porque quería la operación “en vivo”, y los cirujanos tuvieron que hacerlo. Nadie se explica cómo resistió el dolor de la operación. Ese mismo año publicó los versos Festival en el hospital, con una canción que él siempre cantaba mucho Los dolores.
En 1969 volvió a Colombia, a las islas de San Andrés y Providencia. Ya su carisma era notorio, pero también su sentido por la justicia y por la defensa de los más necesitados. En la misión tenía un almacén donde recogía los alimentos que le donaban y a algún anciano al que le buscaba una cama. Allí comenzó el germen de su proyecto. Cuando la Orden le reclamó parte de los alimentos para cubrir sus necesidades, él se negó y le contestó a sus superiores que esa comida era para las personas más humildes ya que los miembros de la orden tenían para comer. “No podía engañar al pueblo que había donado los alimentos para un fin”. Este hecho tuvo como consecuencia su retirada del proyecto y la autorización para viajar a la Diócesis de Tenerife y permanecer aquí, “para estudiar su verdadera vocación”. Era la primera vez que sus padres volvían a verlo desde su partida. Tenía una larga barba y ya era fray Crispín.

El padre Antonio, como fraile. Cedida
El padre Antonio, como fraile. Cedida

A principios de 1972 el obispo de Tenerife lo envió a El Hierro para que trabajase pastoralmente en equipo con dos sacerdotes. Allí construyó la plaza que los políticos le venían prometiendo al pueblo desde hacía años; la capilla, y se empeñó en poner el agua en La Restinga, y les hizo prometer a todos los vecinos que si lo conseguía tenían que confesarse y comulgar. Y así fue. Finalmente, el 2 de febrero de 1973 se ordenó sacerdote.

Para muchos, Antonio Hernández fue algo más que tapicero, músico, boxeador, constructor, maestro y cura de Santa Rita. Pero por sobre todas las cosas fue “una gran persona o un “santico”, como le decía un sacerdote amigo, subraya su hermano Ángel.

Siguiendo los pasos del Padre Anchieta, el Hermano Pedro y la Siervita

El proceso de canonización cuenta con dos fases, la diocesana y la romana, y tres pasos previos, ser Siervo de Dios, Venerable, y Beato. La primera la inicia el obispo en respuesta a una solicitud presentada por una institución o una persona, que llevará adelante la causa y se compromete a abonar los gastos que se deriven del proceso en todas sus fases, explica Juan Pedro Rivero González, rector del Seminario y colaborador externo de la Postulación de la Causa de Sor María de Jesús León y Delgado, más conocida como La Siervita de Dios.

Uno de los objetivos de la fase diocesana es demostrar la fama de santidad del fiel cristiano. Una vez presentada la solicitud, el obispo velará por la oportunidad de instruir dicha causa, y hará las necesarias consultas hasta alcanzar la certeza moral personal de la oportunidad y posibilidad de llevarla hasta el final.

De conseguirlo, el padre Antonio Hernández, seguirá los pasos de los dos únicos santos que tiene Canarias, San José de Anchieta y el hermano Pedro. Si se queda a medio camino, podrá ser beatificado, como los Mártires de Tazacorte o Mártires del Brasil, en La Palma, además de una religiosa Hija de la Caridad de Las Palmas de Gran Canaria, martirizada en España durante la II República. En el caso de La Siervita, ha superado la primera fase y se encuentra en la segunda, la de pasar a ser Venerable, que es el paso anterior a la beatificación.

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