
El tránsito que vivió en 1989 el Carnaval de Santa Cruz de Tenerife para llegar a la plaza de España fue visto por algunos como un arriesgado atrevimiento. La popular cita pedía mayor amplitud y abrió un periodo que se extendió hasta 1995 (retornó al lugar entre 1999 y 2005), dejando el mejor recuerdo, que no agota la vía hacia un ilusionado regreso.
El epicentro carnavalero se estrenó con la alegoría egipcia, monumental templo franqueado por esfinges y obeliscos, que diseñó Chicho Ibáñez Serrador y en el que discurrieron los actos de la fiesta, dirigida en su segundo Carnaval por Jaime Azpilicueta.
MacroEscenario egipcio
Las carnestolendas tinerfeñas se anunciaron oportunamente con el cartel de Javier Mariscal, al tiempo que iba creciendo el macroescenario, fruto del ofrecimiento que su autor hizo el año anterior, “por el sueldo de una peseta”
Juan Viñas y el equipo de Fiestas del Ayuntamiento capitalino no escatimaron su incondicional dedicación y, atentos al calendario, afrontaron, entre otros retos, el establecimiento de una inmensa grada que, peldaño a peldaño, se alzó ante la monumental obra.
El entonces alcalde de Santa Cruz, Manuel Hermoso, y la concejala delegada de Fiestas, Maribel Oñate, cerraron con éxito las oportunas gestiones, despertando en Chicho Ibáñez Serrador el deseo de vivir la experiencia del Carnaval chicharreo.
El vínculo de su madre con la isla
En declaraciones a Martín y Carmelo, publicadas en su día en el periódico El País, el Goya de Honor de 2019 (La residencia y ¿Quién puede matar a un niño? fueron sus películas) señaló: “Siempre he pensado que el Carnaval es el pueblo. Por eso me interesa seguirlo de cerca, verlo, vivirlo y tocarlo”.
La isla de Tenerife ocupa un lugar destacado entre los recuerdos de Chicho. Fue en Santa Cruz, en el Teatro Guimerá, donde se despidió de su madre antes de afrontar nuevos retos teatrales. La Isla había enamorado a la actriz Josefina Serrador Marí (Pepita Serrador), que mostró admiración por el carácter afable de las gentes. Junto a Camilo José Cela, consideró que Santa Cruz estaba inmerso entre aromas de cordialidad, estableciendo por ello una peculiar escala que tenía por límites la fresa y la ambrosía.