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Doña Fena, 105 años y una salud de hierro gracias a los potajes

Una de las abuelas más longevas de Tenerife nació y vive en el barrio de El Tablero, cuyos vecinos la han agasajado con una fiesta sorpresa por su cumpleaños, a la que asistió hasta la alcaldesa de Santa Cruz

Efigenia Hernández Pérez nació un 2 de septiembre de 1914 y lo hizo, como era habitual durante esa época, en la casa de sus padres, en El Tablero. Concretamente, en la calle Begonia. Fue la más pequeña de seis hermanos: tres chicas (Luis, Hortensia e Inés) y dos chicos (Pepe y Manuel). Para conservar su excelente salud actual, lo que hace Fena, como se la conoce en la familia y entre sus vecinos, es “comer bien”.

Diariamente se suele levantar entre las 08.30 y las 09.00. Toda su vida se ha dedicado a trabajar. Lo hizo a la temprana edad de 12 años, como relata con todo lujo de detalles y con una lucidez increíble a DIARIO DE AVISOS, a pesar de sus ya 105 años de edad, cumplidos el pasado lunes: “Me fui muy pronto a trabajar a Güímar, en los tomateros”. También, lo hizo en El Mayorazgo, en la zona del actual Mercatenerife, “amarrando tomateros, recogiéndolos y realizando todo ese tipo de labores”. En su casa, en El Tablero, Efigenia hacía y trabajaba sus propios canteros. Los productos que recolectaba, luego los iba a vender al mercado de Santa Cruz (la Recova Vieja). Fena es madre de tres hijos: Esperanza, aunque la llaman Tita, es la mayor; a los dos años vino al mundo Antonio y, con el mismo intervalo de tiempo, vino Saya, la más pequeña.

La recova vieja

A la Recova Vieja iba caminando desde El Tablero. Eran algo más de dos horas de trayecto sinuoso y a través de varios atajos. Con el dinero ganado en sus primeros años de trabajo (Güímar, El Mayorazgo y vendiendo en el mercado de la capital los propios productos recolectados en sus canteros), Efigenia logró hacerse una mejor casa, justo delante de la de su padre y que es donde reside en la actualidad.

El pasado lunes, fecha en la que se celebraba su 105 cumpleaños, Fena fue homenajeada por su familia y vecinos, en un acto que tuvo lugar en el Centro Cultural Tamaragua. Ella se mostró feliz contándolo con detalle a este periódico: “Fue muy bonito. No me lo esperaba. La verdad es que fue una enorme sorpresa, porque no me habían dicho nada. Fue mucha gente. Allí estaba mi familia, con mis hijos, nietos y hasta sobrinos. ¿Qué me regalaron? Pues un precioso ramo de flores. ¿Sabe quién me lo dio? La alcaldesa de Santa Cruz, Patricia Hernández.

Estuvo muy amable y cariñosa conmigo. Yo no la conocía. Se portó muy bien y estuvo muy atenta en todo momento. Habló mucho conmigo. Le dije que arreglara los problemas de Santa Cruz”, dijo sonriendo.

Sin detenerse demasiado en explicaciones sobre lo que come, esta centenaria mujer lo resume en tres palabras: “Potaje, papas y gofio”. Ahora bien, lo más sorprendente viene a continuación, cuando se le pregunta sobre si dejó de cocinar hace mucho tiempo: “Cómo que no cocino.

Claro que me preparo yo la comida. Hago un potaje a base de papas, garbanzos si los hay o lentejas. Después se le echa su cebollita y su tomatito. En definitiva, un majadito completo. ¿Que cuánto me dura el caldero? Pues dura lo que dura. Hasta que se acabe y, entonces, hacemos otro”. Aparte de potaje, Fena come “pan, gofio y esas cosas”. “También -añadió- me gusta el pescado salado y el pescado fresco”.

Asimismo, le gustaba la carne, aunque ahora la come menos. Por lo que se refiere al postre, esta mujer disfruta “con algún que otro dulcito, pero sin pasarse”.

Efigenia ha sido siempre de beber agua: “Toda mi vida lo he hecho. Me gusta el agua fresquita y no bebo otra cosa. Eso sí, en alguna que otra ocasión, cuando comemos fuera de casa, sí he tomado alguna copa de vino”.

Se puede decir que Fena es una mujer de su casa, pero también es de las que disfruta mucho cuando sale con sus hijos. “Me gusta salir e ir a comer fuera con mi familia”, señaló. De la Isla, “me gusta mucho Santa Cruz y La Laguna” y prefiere no establecer diferencias entre el sur y el norte.

Aunque sus recuerdos vayan quedando en el lógico olvido y con el paso de los años se le van borrando de su memoria, Efigenia se declara “una viajera”. Ha estado en Italia visitando ciudades como Roma, Florencia, Venecia, Milán e, incluso, Capri. En esta última ciudad llegó a cantar la mítica canción Capri c’est fini, de Hervé Vilard. Fue en los años 90, ya de mayor. En nuestro país ha estado en Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Mallorca y en alguna otra ciudad española, llegando incluso hasta Portugal. Estuvo en las Bodegas Osborne.

En Canarias, la isla que más conoce es Lanzarote. En Fuerteventura estuvo “de paso” y también visitó La Palma. Con Ernesto viajó a El Hierro, además de haber estado “alguna vez” en La Gomera. En definitiva, viajar “me gustaba mucho, porque lo hacía con mis amigas y lo pasábamos muy bien”.

Considera que no existe “ningún secreto” para haber llegado al centenario de edad y haber cumplido recientemente 105 años. Reconoce que ha vivido “de forma saludable y no enfermiza”. Los médicos le dicen que está “muy bien” y tampoco necesita acudir a ellos de manera frecuente. Sus momentos de felicidad plena los atribuye al nacimiento de sus tres hijos, aunque su rostro refleja una alegría inmensa cuando se le pregunta por los nietos: “Estoy privada con todos ellos. Estaba encantada cuando me los dejaban en casa para cuidarlos”, dijo.

Afirma que “no suelo ver la televisión” y es que Fena está “todo el día atareada”. No sabe leer, ni escribir, “porque de pequeña no me pusieron en la escuela”. Efigenia se quedó muy pronto sin madre y la educación que recibió prácticamente fue la paternal.

Un día en la vida de esta centenaria e ilustre tinerfeña se resume de la siguiente manera: “Me levanto a la hora que me parece, no muy temprano. me preparo una taza de leche y gofio, como he hecho toda mi vida. Después llega el momento de poner la lavadora y tender la ropa ayudada por mis hijos, además de planchar lo que haya que planchar y alguna que otra tarea pendiente”.

Medio duro al día

Fena percibía por su trabajo “medio duro diario” de aquella época, que le daba “para comer, calzarme y algo de ropa para vestirme”. Algunas personas de su entorno laboral llegaban a cobrar unas 18 pesetas y se trabajaba “de sol a sol”. Era una vida muy dura y Efigenia se dedicó en cuerpo y alma a trabajar, esforzarse y “ahorrar algo de dinero”.

En El Mayorazgo trabajó “con Don Álvaro”. Allí estuvo en los tomateros, en una finca enorme, donde estaban las clasificadoras dentro de un salón, siendo Fena una de las peonas que ejercía como tal en los canteros. Posteriormente, todos esos tomates eran embarcados hacia Inglaterra. lo que quedaba para el consumo local “era el lastre”, como señala a este periódico Antonio, el único hijo varón de Efigenia.

También se encargaban de recoger las papas, denominadas antiguamente como kinegua. Iban empaquetadas “primero con turba y después vino la viruta”. Después de trabajar con Don Álvaro, lo hizo “con Don Sixto, en la zona de Santa María del Mar”” Fue la persona que le entregó a Fena la cartilla “para que cobrara el seguro”. Gracias a ese seguro, Efigenia logra percibir una paga contributiva, que no alcanza los 500 euros. La no contributiva no llega a esa cantidad.

Sus tres hijos fueron al colegio público El Tablero, situado al lado de la iglesia, pero sólo hasta los 14 años porque no había servicio de guagua y se tenían que poner a trabajar. Efigenia, cuando llegaban a casa desde la escuela, les pedía a sus hijos que se quitaran el uniforme, “para tenerlo limpio para la mañana siguiente”.

Fena daba de desayunar a sus hijos “potaje con gofio, que había sobrado del día anterior”, relata Antonio, ante la atenta mirada cómplice de su madre. Cuando regresaban del colegio, ya les tenía el almuerzo preparado. O bien repetían con el potaje o cambiaban a papas guisadas y alguna otra cosa. Mientras, Fena trabajaba en los canteros o iba camino de Santa Cruz, para vender la verdura recogida. Sembraba acelgas, lechugas, espinacas. “En la época de mi madre – resalta su hijo Antonio- todo se hacía caminando. Se tardaban unas dos horas hasta la capital y porque lo hacían a base de utilizar una serie de atajos. El regreso era más llevadero, porque había una guagua que la llevaba hasta Barranco Grande”.

No podía ni ir a misa

La familia de esta centenaria de El Tablero fue muy religiosa, pero porque las circunstancias así lo propiciaron: “Teníamos una maestra que nos obligaba a ir a misa los domingos. Nos daban un papel con el sello de la escuela y debíamos presentarlo el lunes como justificante de haber acudido a misa”, relata con detalle Antonio. Pero Efigenia no podía ir a la iglesia, porque los canteros “había que regarlos todos los días” y era Fena la que se encargaba de esa labor. Utilizaba un regador de unos quince litros, regando por la mañana y por la tarde.

Antonio Hernández sigue sorprendiéndose a diario del buen aspecto saludable de su madre: “Me parece increíble, porque se quedó sin madre a los 4 años, el padre se enamoró de una señora, se fue de la casa y ella se quedó con la hermana mayor, que le llevaba dieciocho años”.

Vivió la etapa de la guerra civil, pero a distancia. En aquellos tiempos había muy poca comunicación.

Efigenia pasó sus primeros veinte años de vida sin luz eléctrica, que vino a El Tablero en 1934, “aunque realmente sólo la tenían los ricos”, como explicó Antonio Hernández a DIARIO DE AVISOS.

Su hijo se emociona cuando habla de su madre centenaria: “Es impresionante verla así. Todavía tiene su tino completo. Es evidente que los años pesan y tiene alguna que otra confusión. Hace de comer, pone la lavadora, plancha y camina de un lado a otro de la casa”.

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