Hermi nos saluda con un abrazo cálido y eterno, el mismo gesto que regala a las pacientes de cáncer de mama que se acercan a la Fundación Carrera por la Vida en busca de un soporte anímico o de un sujetador gratuito después de una masectomía. Un día del mes de julio de 2012, autoexplorándose en el baño detectó un “bultito” en su pecho derecho y acudió al médico de cabecera, que le quitó importancia y le dio cita con el especialista para octubre. En los siguientes días, visitó a su ginecólogo y le recomendó que siguiera con su vida normal. Poco después, el pecho empezó a mostrar cambios y la preocupación aumentó.
Insistió con los dos médicos. Uno le dijo que podría tratarse de una lesión muscular en el pecho y el otro que era una chica “mimosa y caprichosa”. Tanto perseveró, que su ginecólogo la remitió a la doctora Lucía Almeida, especialista en patología de cáncer de mama, que nada más explorarla, le reprochó: “¿por qué has tardado tanto en venir?”. El 9 de septiembre la biopsia confirmaba los peores augurios: Herminia Tacoronte, que entonces tenía 40 años, sufría un cáncer de mama “muy agresivo”. Debajo del “bultito” crecía un tumor de cinco centímetros. “Tardas unos días más y llegamos tarde”, le advirtió la doctora Ruth Afonso, otra de las facultativas que la trató.
“El mundo se me vino encima y sentí rabia e impotencia, lo primero que pensé es que me iba a morir, me negaba a aceptar la palabra cáncer. Pero la doctora Ruth Afonso, que junto a Lucía Almeida son mis ángeles, me dijo: “En la lucha que empiezas ahora, la actitud es un 50% y la medicina es el otro 50%”. Hermi no tenía elección y se preparó para una guerra contra un poderoso enemigo. “Si me quedo en un sillón llorando, me moriré”, pensó. Comenzó a recibir tratamiento de quimioterapia cada tres semanas, con estancias de 15 días ingresada en el hospital.
En esas fechas sacaba fuerzas de su familia, de su pareja y de “un enano que se llama Antonio, mi sobrino, que tenía entonces 3 años y que cuando venía a jugar conmigo y me quitaba el pañuelo o la gorra me decía: “Qué guapa estás” y “soy tu vida”. Esas frases para mí lo eran todo. Me daban ganas de vivir”. En los días más complicados el depósito de energía lo completaba escuchando canciones de Rosana y plasmando sus pensamientos en una libreta frente al mar.
Han pasado siete años, y desde 2018 Hermi ya no acude a revisión cada tres meses sino una vez al año. “Cuando me dijeron que me olvidara del hospital un año no me lo podía creer, fui la mujer más feliz del mundo”. Ahora se encuentra bien, física y anímicamente, y en los días en los que “casi no me puedo levantar de la cama, miro por la ventana y digo: estoy viva”. Reconoce que acudir a las revisiones le genera temor. “Siempre tienes ese miedo a lo que te van a decir, porque la palabra cáncer impone mucho respeto, pero voy confiada, y si las noticias no son las mejores habrá que volver a la lucha”.
A lo largo de estos siete años, Hermi no olvida a quienes no corrieron la misma suerte que ella. Sus recuerdos los describe entre lágrimas: “Se han quedado muchas personas en el camino, amigas y amigos que se merecían estar aquí. De vez en cuando, me pregunto por qué yo sí y ellas no. A mí no me ha crecido más el pelo y a veces pienso si será una señal que me ha enviado Dios, un don para que siga abriendo caminos y fronteras. Si alguna vez me creciera el pelo, creo que me lo cortaría. La gente me dice que me ponga falda, que me pinte y que use peluca, pero yo quiero ser la Hermi auténtica y luchadora. Y así soy inmensamente feliz”.
A pesar de que la vida la ha puesto entre la espada y la pared, Hermi tiene otra herida abierta en el alma que no tiene tratamiento que mitigue. A la hora de buscar trabajo, los empresarios la rechazaban por su aspecto físico. Tras nueve intentos fallidos, a la décima entrevista llegó la vencida. Superó la prueba, consiguió el empleo, le dieron su uniforme y cuando se disponía a empezar a trabajar, el director de la empresa la mandó a llamar: “¿Pero usted se ha mirado en el espejo? ¿Usted se ve capacitada para trabajar delante de tantas personas?”, le soltó.
Hermi no dio crédito a lo que escucharon sus oídos. La indignación le pudo y explotó. “Aquello fue como una puñalada en mi corazón. Ya no solo tenía que luchar contra la enfermedad, sino también ante la sociedad. Me armé de valor y le dije: “Sí, llevo cuatro años mirándome al espejo y veo una mujer luchadora con ganas de comerse el mundo. ¿Y usted se mira en un espejo? Mírese y dígame qué ve. Y cuando fue a contestarme le dije: ¡Quieto! Le voy a decir lo que yo veo: veo una persona sin escrúpulos, sin corazón y sin sentimientos. Y ahora la persona que no quiere trabajar para usted soy yo”.
Hoy cree que aquella respuesta que le dio al director de “una empresa muy potente en Tenerife”, de la que prefiere omitir su nombre, fue “bendita”. “Le estaré siempre agradecida, porque gracias a él no estoy trabajando en su compañía y hoy me encuentro en una fundación que me ha devuelto la vida”.
Actualmente, Hermi es la coordinadora de las actividades que organiza la Fundación Carrera por la vida, que preside Brigitte Gypen, otra jabata que ha conseguido doblegar a la enfermedad y que se ha convertido en una de las grandes activistas en Canarias contra el cáncer de mama. Hermi llegó hasta ella por casualidad. Un par de meses después de diagnosticarle el mal que padecía, su hermana Gladys la llevó, en plenos efectos de la quimioterapia, a una edición de la caminata rosa promovida por la fundación en Playa de Las Américas. “Casi no me podía ni mover, pero sentada veía pasar esa marea rosa, la batucada, el ambiente, la fiesta… hasta que descubrí la sorpresa: un grupo de amigos y excompañeros de trabajo que llevaban el mensaje ‘Yo camino por Hermi’. Esa imagen jamás la olvidaré. En ese momento, me prometí hacer la caminata desde que tuviera fuerzas. Pasaron tres años hasta que pude hacerla, y en la décima edición participé con Dácil Martín, una chica encantadora, fantástica, llena de vida, que hoy ya no está con nosotros y que fue la impulsora de Kilómetro Solidario [iniciativa de la Asociación Española Contra el Cáncer para transportar gratuitamente a pacientes oncológicos del Sur hasta el Hospital de La Candelaria para recibir radioterapia y quimioterapia]. Juntas hicimos aquella inolvidable caminata entre Los Cristianos y La Caleta. Y poco después ya estaba trabajando para la fundación con Brigitte, a la que cariñosamente llamo la guiri loca por la bendita locura que ha hecho”.
Hermi, también se encarga del funcionamiento de Sala Rosa, un espacio cedido por el Ayuntamiento de Adeje en la Escuela de Seguridad y Convivencia en el que cada miércoles por la tarde las pacientes encuentran apoyo psicológico y material, además de talleres y tertulias con las voluntarias en un ambiente familiar en el que se procura no hablar de la enfermedad.
Allí le han marcado historias que muestran la mejor versión del ser humano. “Un día entró un niño de 10 años, Ayoze, que quería conocerme. Le cogí las manos y noté que temblaba. Nunca olvidaré sus palabras: ‘Por fin te conozco, tú luchaste junto con mi abuela, pero ella está en el cielo y tú te has quedado aquí para ayudar’. En ese momento me dio un billete de 50 euros y me dijo que era un regalo que había recibido por su comunión. Solamente pude abrazarlo y me eché a llorar”.
“En otra ocasión llegó una niña de 16 años, que había perdido sus pechos, junto a su madre. Venía angustiada, desesperada, buscando un sujetador porque no tenían medios económicos. Se lo dimos y ambas salieron con una sonrisa, que es lo único que busco para quien llega por primera vez, ese es el mayor premio. Quedé rota y cuando se fueron repasé su historia y me recordó a la mía”, relata.
Las personas que llegan por primera vez a la Sala Rosa llevan el drama reflejado en su mirada. Les acaban de diagnosticar una enfermedad cuyo nombre no quieren ni pronunciar. Entran con miedo, hasta que Hermi extiende sus brazos y saluda con uno de sus abrazos inacabables llenos de ternura. “Cuando hacemos pulseras, pintamos o simplemente charlamos, y una paciente se pone a llorar siempre hay otra o una voluntaria que la abraza sin preguntar qué le pasa, porque ya sabemos lo que pasa”.
Compartir un rato con Hermi es un chute de energía, un fármaco en vena que multiplica las defensas. A la pregunta de qué consejo le da a una persona a la que le acaban de diagnosticar cáncer, recomienda, sobre todo, no desfallecer en el pulso contra la enfermedad. “Mi hermano me tenía que cargar para ir al baño y no podía ni rascarme la cabeza porque me dolía. Y salí de aquello. A esas personas les digo que esto es un proceso que hay que masticar, pero que no pierdan la fe, que luchen y que sonrían, aunque cueste. La actitud es fundamental. Que se cabreen, que griten, que lloren, pero que nunca dejen de pelear”.
No obstante, Hermi reconoce que tiró la toalla varias veces y tocó fondo el día que le pidió a la doctora que no quería más sesiones de quimio y que duraría lo que la vida le diera. La reacción de la facultativa le devolvió de inmediato al ring. “Me llevó a oncología infantil donde estaban ingresados dos hermanos de 4 y 6 años, llenos de cables que pedían jugar con nosotros. Yo me preguntaba cómo era posible jugar en aquellas condiciones. Entonces la madre se dirigió a mí y me comentó: “Qué suerte tienes, tú puedes salir, mirar el sol y el cielo, oler una flor… pero ellos no pueden salir de este hospital”. Aquellos dos niños me salvaron la vida. Desde ese día no he dejado de luchar”.
Hermi, que siempre quiso ser maestra, da charlas en los colegios sobre las actividades que desarrolla la fundación, pero es inevitable que su lucha personal salga a la luz en las aulas. Hace unos días en el CEIP Juan García, en San Isidro, contó su historia a niños y niñas de 10 y 11 años. Les explicó que la vida le ha dado una lección cruel, pero también una oportunidad, y les dijo que el cáncer le ha cambiado porque le ha hecho ver que la vida es hermosa. Cuando detectó algunas lágrimas en la clase, detuvo su relato y comentó: “Que levanten la mano los que cuando salen cada mañana de casa o llegan cada tarde, dicen a papá y mamá te quiero”.
No hubo un brazo alzado y entonces dio su último consejo. “Yo perdí a mi padre y no tuve la oportunidad de decírselo, y con esa pena vivo. Y no hay un solo día en que no le diga a mi madre cuánto la quiero”. La respuesta de los alumnos fue unánime: ya sabían que dos palabras iban a pronunciar nada más salir del colegio. Poco después, cuando Hermi cruzaba el patio para abandonar las instalaciones, los escolares comenzaron a gritar a coro su nombre mientras le hacían el gesto de reverencia a su paso. Despedían con honores a la heroína de carne y hueso a la que acababan de conocer.