
Desde la más remota antigüedad el cielo ha sido un referente para el Ser Humano. En una fecha difícil de precisar en el tiempo desde el punto de vista arqueológico, y casi imposible de calibrar desde una óptica evolutiva, la cúpula celeste comenzó a ser determinante en nuestra existencia. Hogar de dioses, destino de almas, origen de bendiciones y también de castigos, el cielo, especialmente el nocturno, ha influido de manera absolutamente concluyente en lo que somos como especie. Una vez que comprendimos parte de su mecánica y con ello logramos establecer un cierto orden, pudimos conseguir un mayor aprovechamiento de los recursos del planeta, y con ello, más oportunidades de prosperar como especie.
Aunque el cielo es inconmensurable y hay más estrellas de las que seamos capaces de contar, para el hombre antiguo no eran tantas las estrellas importantes, las que necesitaba controlar. Con un puñado de ellas se descifraban las claves necesarias para armonizarse con el cielo nocturno, para saber cuándo sembrar y cosechar, cuando aparear a los animales, en qué momento iniciar las migraciones o qué rumbo tomar en océanos y desiertos. Los resultados saltan a la vista. La arqueoastronomía, que nos desvela las orientaciones de vestigios arqueológicos a los movimientos de ciertos astros y a acontecimientos como solsticios, equinoccios y eclipses, junto a la astronomía cultural, que amplía sustancialmente el alcance de la primera incluyendo el estudio del cielo y sus ritmos en los mitos, el folklore, la tradición, la religión, el esoterismo, el arte, las ciencias, etc., nos aportan inagotables datos de ese vínculo indisoluble entre el hombre y el cosmos. No es por tanto de extrañar que nuestro calendario de fiestas, con la Navidad a la cabeza, esté sustentado en los movimientos de los astros. El Solsticio de Invierno, que en estos días celebramos cristianizado, fue para los antiguos la Puerta de los Dioses, aquella que permitía que la divinidad descendiera al, o encarnara en el, mundo de los hombres, frente al Solsticio de Verano o Puerta de los Hombres, donde eran los mortales quienes podían acceder a esa esfera superior, o cuando menos, hacer escuchar sus demandas con mayor eficiencia. Poca novedad hay en esto que decimos, pues hace tiempo que la Iglesia no se escandaliza ni intenta ocultar las influencias y apropiaciones que a lo largo del tiempo ha ido pertrechando para dar forma a sus propias celebraciones.
De supernova, OVNIs y pañales.
Quizá sea la Estrella de Belén el elemento más singular y provocador de estas fechas. Y es que una estrella capaz de guiar a altos dignatarios desde un impreciso Oriente hasta el humilde escenario en Jerusalén el que presumiblemente nacería Jesús, cuando menos no parece una estrella cualquiera. Mateo lo deja entrever cuando escribe en Evangelio.
“Después de oír al rey, se fueron. Y la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella sintieron inmensa alegría”
Sabemos que aquella embajada de sabios -que por tradición hemos convertido en Reyes y en tres por las ofrendas- debió contar con astrólogos versados en el movimiento e interpretación de los astros y los signos del cielo. De haber sido reales, se conviene que lo más plausible es que fueran persas y adeptos del zoroastrismo, religión clave en la vertebración del judaísmo y el cristianismo que también tuvo su dios indoario solar, Mitra, que no por casualidad nació un 25 de diciembre. Partiendo de la singularidad de un comportamiento que aquí vamos a dar por válido, ¿qué tipo de fenómeno puede explicar el misterio de la estrella? Con los necesarios ajustes del calendario que situarían realmente el nacimiento del Jesús en el 5 a.C., descartamos como candidato al cometa Halley, que fue visto y registrado en el 12 a.C. Los planetas Marte y Venus también han sido señalados, pero nada excepcional concurría en ellos por aquellas fechas para que fuese interpretado como algo distintivo. Johannes Kepler defendió la hipótesis de una supernova, pero no existe ningún registro que coincida en fechas, aunque también, al igual que otros antes y después, abrazó como posible explicación la “triple conjunción” de Júpiter y Saturno ocurrida entre mayo y diciembre del 7 a.C. Esta propuesta, a falta de espectacularidad y con dos años de diferencia en el tiempo, requiere para ser notable de una compleja lectura simbólica por parte de judíos y asirios.
Un añorado conocido de nuestra tierra, el astrónomo Mark Kidger, actualmente en Madrid en el planten de la Agencia Espacial Europea, se interesó por este enigma hasta el punto de dedicarle en 1999 un libro a nuestra singular estrella. Recuerdo que años antes ya me había avanzado en mis programas de radio su propia candidata, una nova brillante localizada en el sur de la constelación del Águila, que fue registrada en febrero del 5 a.C. por astrónomos chinos y coreanos visible al menos durante dos meses. Lo que más me fascinó de aquella propuesta de un Kidger que dejó un grato recuerdo tras su paso por el IAC, fue que aseguraba que era factible “fotografiar” la Estrella de Belén, es decir, dirigir nuestros telescopios hacia el lugar y captar la huella de aquella explosión, que aunque no visible para el ojo humano como tantas cosas que nos describen los astrónomos, sigue estando ahí en otro rango visual. Evocador, sin duda, aunque un capricho demasiado costoso sí tomamos en cuenta lo que cuesta disponer de tiempo de observación en los telescopios.
Este misterio, de ser cierto, quizá tenga una explicación tecnológica. A falta de drones, desde hace décadas la idea de la nave extraterrestre emerge con recurrencia. A fin de cuentas, interpretar a Jesús como un extraterrestre ha sido habitual, y pensar en el proceso de su concepción en una madre virgen recuerda a la inseminación artificial. Quizá todo sea simbólico y no literal, pero en el segundo supuesto ver la Estrella de Belén como un OVNI-extraterrestre encaja como un guante. En el apócrifo Evangelio Árabe de la Infancia la estrella, que realmente es un ángel, se manifiesta ardiente sobre Persia avisando a los Magos del nacimiento, que emprenden su camino en busca del Niño Dios. Tras parlamentar con Herodes, narra el apócrifo.
“vieron la estrella, que iba delante de ellos, y que se detuvo por encima de la caverna en que naciera el niño Jesús. En seguida cambiando de forma, la estrella se tornó semejante a una columna de fuego y de luz, que iba de la tierra al cielo”.
Los Reyes Magos ofrecen en el interior de la gruta el oro, el incienso y la mirra como ofrendas, detalles de la escena que por cierto son tomados por la Iglesia de textos apócrifos, y cambio, como detalle, la Virgen María les regala a los magos unos pañales de su hijo. Literalmente. Finalmente, nuestra estrella-ángel les guiará también en el camino de regreso a Persia. Posiblemente, estemos ante la estrella más rara, e inexistente, de la historia.