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La marca del infierno

La estética y el marketing fueron clave en el éxito del nazismo, tal y como refleja la controvertida exposición Diseño Nazi

Sorprende descubrir un miércoles por la mañana a una multitud de personas agolpada a la entrada de un museo. Al abrigo del frío exterior que reina en estos días en la ciudad neerlandesa de Den Bosch, entramos en un espacio expositivo en el que se nos puede llegar a helar el alma. La potente estética nazi, símbolo de la carta blanca de la que gozó el infierno en nuestro mundo hace ocho décadas, nos envuelve de inmediato. Su poderoso magnetismo nos atrapa, mientras valores y prejuicios pugnan en nuestra mente con la curiosidad y la necesidad de comprender cómo las tinieblas fueron capaces de manifestarse y gobernar con tanta impunidad. Los promotores de la muestra sobre Diseño Nazi del Design Museum Den Bosch probablemente sabían que su iniciativa generaría expectación y controversia, aunque tal vez no imaginaron al abrir sus puertas el pasado 8 de septiembre que tendrían que ampliar hasta marzo su vigencia, prevista inicialmente hasta enero.

Conveniente acreditados para movernos con libertad y tomar cuántas fotografías requiramos, de inmediato nos convertimos en foco de todas las miradas. Algunas personas buscan evitar formar parte de nuestras instantáneas, pero la mayoría claramente ambiciona nuestro privilegiado status. En la sociedad de lo visual y del diario personal volcado a tiempo real en las redes sociales, posar ante esvásticas y emblemas rúnicos, posters del Führer, ediciones de la reveladora autobiografía Mein Kampf, dagas de las SS o esculturas de estética grecorromana como la espectacular Der Wager, elaborada por el escultor favorito de Hitler Arno Brejer, se convierte en una certera máquina generadora de masivos likes. Precisamente por ello tomar fotografías está totalmente prohibido y desde los primeros días los responsables del museo duplicaron la seguridad para abortar los constantes y furtivos intentos de los visitantes de selfiarse con los espectaculares posters de Hitler o el impactante estandarte nazi resguardado en una cristalina urna. Aquellas piezas que forman parte de una exposición única hasta la fecha -vistas por unos como objetos históricos, como aborrecibles recuerdos por otros e incluso como venerables reliquias por los más radicales-, nos permiten hacernos una idea de cómo el nazismo lo impregnó absolutamente todo en el día a día de la Alemania nazi. Es imposible no rendirse ante la evidente eficiencia adoctrinadora de aquella maquinaria, en la que avances técnicos como la radio, la megafonía o el cine, confluían con el asesoramiento gestual que figuras como el fotógrafo Heinrich Hoffmann dieron a Hitler para mejorar sus dotes comunicativas. Sobrecoge contemplar las aclamadoras y multitudinarias concentraciones de civiles y militares anegadas de cruces gamadas, la exitosa proliferación de propaganda antisemita en los más variados soportes o la detestable taxonomía racista usada en los campos de concentración para distinguir a unas víctimas de otras, haciendo uso para ello de estrellas y triángulos de diferentes colores. En una vitrina unas piezas de cubertería llevan la esvástica como distintivo, en otras la vajilla y algunos broches muestran el esotérico símbolo del “Sol Negro” que gobernaba en el castillo místico de Wewelsburg, y algo más allá vemos maquetas de los megalómanos proyectos arquitectónicos del Tercer Reich.

Mi particular interés por la estética y el marketing del nazismo viene de lejos, de la mano de una viva curiosidad por conocer el origen y naturaleza de las creencias ocultistas que abrazaron importantes figuras del nacionalsocialismo. Algunas de ellas inspiraron o sirvieron de argumentación a risibles iniciativas, como es el caso de aquellas ceremonias que invocaban en dialectos inexistentes a ancestrales maestros arios del más allá, o la atribución de poderes mágicos al anillo Totenkopfrind que portaba la élite SS seleccionada por Himmler. Sin embargo, tras esa irracionalidad encontramos el origen de horrorosas acciones como el voraz expansionismo territorial o las propias medidas de exterminio contra los judíos. No perdamos de vista que los principales emblemas del nazismo son símbolos con una lectura mágica ancestral o que notables líderes nazi bebieron de textos ocultistas o militaron en sociedades que llamaríamos secretas. De todo ello me ocupo largo y tendido en un libro de inminente publicación, Magia, ocultismo y sociedades secretas en el Tercer Reich, en el que actualizó un trabajo que en su primera edición vio la luz hace ya tres lustros. Desde esta perspectiva la muestra que tanta polémica ha generado en Países Bajos, y que inicialmente desencadenó amagados disturbios, me ha resultado de lo más reveladora, necesaria y recomendable. El silencio y la culpa prolongados durante tantas décadas hace que una iniciativa histórica como esta exposición, la propia visita a la misma o incluso la crónica periodística que busca retratarla, sean en sí mismas objeto de vehementes debates, de ahí que sea difícil saber en este momento sí esta exposición u otras similares pueden dejar de ser una anomalía.

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