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Miguelina Rodríguez, la molinera poeta

Miguelina Rodríguez Pérez fue la primera y única mujer que trabajó en el molino de El Calvario, donde también empezó a escribir sus versos, una afición que todavía conserva
Miguelina también le escribió una poesía a la máquina con la que trabajó durante tres décadas que se titula ‘El chan-chán del Molino’. Sergio Méndez

Tiene 82 años y fue la primera y única molinera de El Calvario, ya que el resto fueron hombres. Miguelina Rodríguez Pérez nació en El Socorro, Tegueste, el 29 de septiembre de 1937, pero a los 26 años se casó con José Dávila Dorta, natural de Tacoronte, y se mudó a este municipio del Norte de la Isla. Vivían en la trasera del molino, en una casa vieja. Su propietario era una persona mayor, de 80 años, igual que su señora, a quienes les resultaba imposible trabajarlo, así que le propuso a su esposo hacerse cargo del mismo, lo convenció y el matrimonio compró el molino.

Se llamaba Aureliano Bonilla. Lo recuerda con mucho cariño y nunca olvidará su nombre, porque fue él quien le enseñó el oficio de moler el gofio y el mecanismo de la máquina. “Mi marido era un hombre muy trabajador como mecánico, conduciendo un camión y en la agricultura, pero no sabía tostar ni moler gofio”, apunta.

Aureliano le aconsejó que fuera ella quien se pusiera en el molino porque el trabajo era menos pesado. Su marido tostaba el grano, luego se lo pasaba al molino y finalmente ella lo arrojaba a la torva, lo molía y le echaba la piedra.

La pareja se organizó durante tres décadas para hacer este trabajo. José arrancaba el motor, que era antiquísimo, un Deutz alemán que aún conserva, dado que la maquinaria, “que es una joya pero está abandonada”, sigue siendo propiedad de la familia. Hace unos meses, entraron por la noche y le quitaron las tuberías de cobre y el filtro, “que era brillante, parecía oro”, describe Miguelina. Al mismo tiempo, José se dedicaba a la agricultura y, durante los días de vendimia ella preparaba la comida para todas las personas que colaboraban en esta tarea. Hubo ocasiones en las que el tiempo no era suficiente y tenían que cerrar el molino.

Ser mujer, trabajar y criar a los niños no era fácil en aquellos años. No obstante, reconoce que la familia de su esposo, especialmente su suegra, la ayudó mucho. Su madre falleció a los 52 años y dejó once hijos, cinco mujeres y seis varones, tres de los cuales ya no están. Sin embargo, su padre vivió hasta los 100 años y medio.

Los genes familiares apuntan que ella también tendrá una larga vida y se cuida mucho para conseguirlo. Su único capricho “y no siempre” es tomar “una copita de vino tinto” cuando sale a comer, ya que según la comida “le ayuda a hacer la digestión”.

Miguelina combinaba estas tareas con la crianza de sus dos hijos, María de los Ángeles y José Miguel, que a pesar de que eran pequeños, cuando podían, le echaban una mano, y su afición por la poesía. Entre saco y saco escribía en la trasera de los almanaques todo lo que se le ocurría hasta darle forma de verso.

Y así casi todos los días durante 30 años. Mientras trabajaba escribía poemas. “Yo creo que nací con la poesía. No son de mucha calidad, pero desde pequeñita me gustaban mucho los versos y se los hacía a mis hermanos. A los gatos y perros que teníamos en casa cuando se morían y lo íbamos a enterrar también les escribía algo. “Mis hermanos le decían a mi madre que ellos lo enterraban pero que no me dijera nada a mí”, bromea.

Nunca fue de leer demasiado, pero sí se inventaba muchas cosas y las escribía. No recuerda el momento exacto en el que comenzó, sólo sabe que fue de pequeña.

Le encantaba ponerse al lado de su abuelo cuando el barbero iba a su casa a afeitarlo. “Los escuchaba hablar sobre la guerra de Vietnam y la bomba de Hiroshima, y yo me quedaba toda impresionada. Un día el hombre llevó un libro de poesía, lo dejó sobre la mesa de la cocina y empecé a ojearlo. Al verme, el señor me preguntó si me gustaba y cuando le dije que sí, me lo regaló”, relata.

Tampoco acuerda el nombre del libro ni de qué se trataba exactamente, pero es consciente de que este episodio la marcó y quizás fue el puntapié para empezar a dar sus primeros pasos en el mundo de las letras.

Un año, por Reyes, sus hijos le dieron la sorpresa y le recopilaron en un ejemplar todas las poesías que había escrito hasta el momento. Después de esas vinieron muchas más. Sus tres nietos, Lucía, Elisa y Miguel, tienen una, igual que cada miembro de su familia. La última se la dedicó a una de sus cuñadas cuando cumplió los 90 años.

De su puño y letra también salieron rimas para la romería de San Isidro; el programa de las fiestas; el Mercadillo del Agricultor; la Virgen de El Socorro de Tegueste; el Cristo de Tacoronte; la caña de bambú “que es medio picaresca”; la Semana de la Papa, el V Centenario de la ciudad de Tacoronte, y por supuesto, para la máquina con la que trabajó tres décadas que se titula El chan chan del molino.

Además de dotes para la escritura, esta tacorontera de adopción pinta al óleo como una verdadera profesional. En su casa ubicada entre El Calvario y Santa Catalina, tiene una habitación con sus cuadros, desde rostros hasta paisajes y se atreve con reproducciones de artistas reconocidos a nivel mundial como El beso, de Gustav Klimt. Nada la detiene los días que tiene que asistir a clases de pintura.

Esta mujer de 82 años, con una memoria y lucidez envidiables además de un gran sentido del humor, desayuna todos los días leche con gofio. Ella misma compra el millo del país cuando es la época, lo guarda y lo lleva al molino de El Sauzal “donde lo muelen como a mí me gusta”.

Sin embargo, Miguelina sostiene que el sabor no es igual al que ella molía en El Calvario, “que tenía un aroma que llegaba hasta lo lejos, incluso había quienes decían que se extendía hasta Guayonge”.

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