fotocrónica

Vivir la literatura

Medalla de Oro de Canarias, ha logrado también el Premio de Poesía Ciudad de Melilla y el Premio de Investigación José Pérez Vidal
José Hierro y Elsa López en 2001. DA
José Hierro y Elsa López en 2001. DA
José Hierro y Elsa López en 2001. DA

Por Elsa López

He vivido de ella y con ella desde mi infancia. Rodeada de libros y de familiares que leían. Los libros fueron mis compañeros de viaje, mi consuelo en momentos difíciles, mi equipaje en los traslados de un lugar a otro, de una casa a otra, de un país a otro. Nunca me abandonaron y no sé vivir sin ellos. Necesito sentirme rodeada de libros en mi biblioteca, en la mesilla de noche, en la cocina. Con los años, muchas de sus páginas se han borrado de mi mente, pero conservo su olor y los busco en las estanterías de la casa para volver a releerlos una vez más. Hay títulos y nombres que conforman mi mundo interior. Páginas de novelas, poemas, ilustraciones… Todo eso me acompaña. Me reconozco en las imágenes en las que estoy rodeada de libros. Nada puede sustituirlos. A veces, cuando voy de un lugar a otro, suelo llevarme uno, nunca un título nuevo, porque esa es la manera de no olvidarme de quien soy. Así releo a Cicerón o a Marco Aurelio; me reencuentro con El Principito o con Tagore; con los versos de Amado Nervo o Gabriela Mistral. Así los favoritos de mi madre y los de mi infancia que me dieron alas y la capacidad de amar.

Cuando reviso las fotos de mi vida, me encuentro con amigos que escriben, con compañeras de aventuras literarias, con amigos y lugares donde fue posible soñar gracias a la literatura. Por eso escribo. En mi obra literaria hay tiempos diferentes, y averiguarlo ha sido un ejercicio de despojamiento. Decir ‘yo’ es decir varias versiones de mí misma siendo la misma. Y de la misma manera que siempre escribo el mismo libro, aunque parezcan diferentes o que siempre hable del mismo amor, aunque este pertenezca a diferentes historias y en momentos distintos; está claro que el dolor, la soledad o la ternura que se desprende de ellos es, siempre e invariablemente, la misma. El dolor es uno y múltiple, lo mismo que los paisajes que acometo cuando intento describir el mundo que me rodea y del que formo parte. Creo que las palabras proyectan su luz sobre los objetos o los sentimientos que nos rodean, y, por lo tanto, son una fuente inagotable de riqueza. Las palabras, para mí, son una vía para expresar la esencia de las cosas; para crear un discurso propio sobre la realidad.

Mi pasión por las palabras ha determinado esa manera de tratar los asuntos de mi cuerpo y las huellas que en él han dejado los otros a su paso, y que son las que aparecen en mis poemas. En ellos está la trascendencia de ese hallazgo del que ya era consciente en la primera edición de mi obra, en el año 73, El viento y las adelfas, en el que aparece por primera vez la descripción de un cuerpo donde establecer las raíces y las consecuencias de una emoción: el cuerpo de la abuela como una constante, al igual que la nostalgia por un determinado espacio geográfico, que se define a través de ese cuerpo y sus manifestaciones y que me conduce, inevitablemente, al descubrimiento del dolor y su ministerio, y que, en ningún momento, quise dignificar fuera de su propia realidad. Cuba, África, Canarias y Andalucía conforman el mestizaje de mi cuerpo. Ese mestizaje me conduce al mestizaje cultural que, a su vez, viene a desembocar en una escritura de confluencias en la que paisajes, seres vivos o naturalezas muertas, conforman mi personalidad poética. Pertenezco a una cultura de olores, sabores y sonidos. De esos paisajes interiores, de esas descripciones idealizadas por la memoria, tiene mucho que decir mi poesía. Por eso le canto a una isla en la que viví mi infancia, y lo hago desde ese territorio íntimo del alma al que difícilmente los demás tienen acceso. No me hago cómplice con ella a través de la literatura; simplemente reconstruyo sus paisajes con la sensación dolorosa de haberla perdido hace ya muchos años.

Creo que soy una mezcla de ser melancólico y político. La melancolía me conduce a la filosofía, a la estética, al discurso poético; la política me empuja al ensayo, al artículo periodístico y a la investigación antropológica. Escribo sobre lo que no tengo; sobre lo que carezco o poseo en medidas distintas a mis deseos, y por eso hablo de amor, de otras culturas y de seres imposibles. Hay admiración hacia lo que nunca podré llegar a ser. La poesía, en ese caso, es también una declaración de carencias. Por eso lo hago sobre pintores, músicos y escultores que me enseñaron a mirar el mundo de diferente manera y a interpretarlo. Me interesa averiguar de qué manera la literatura se adentra en el mundo. La lectura de poemas puede llevarnos hasta el interior de ese mundo especial y mágico que es el arte, y que, en ocasiones, ha hecho posible la transformación del mundo. Cuando yo era joven, escribía sobre la vida, opinaba sobre el ser o la esencia de las cosas. Ahora me detengo en otras cosas. Escribo sobre animales que me producen asombro y sobre piedras que recojo en las playas o en los desiertos del mundo por donde paso. Y también escribo sobre la muerte o la pérdida. Con cariño. Sin dolor. Con la ternura de lo cercano.

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