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Soñar la resistencia: cuando ya no hay bares para domar la tristeza pero quedan las películas y los mitos

La gente empezaba ayer a acostumbrarse a vivir el confinamiento y a buscar formas de ayudarse, pero también asaltaban los miedos y la incertidumbre

En 1971, Disney rodó una película titulada en español ‘La bruja novata’. Contaba las aventuras de una bruja clandestina con apariencia de excéntrica señora de un pueblo inglés y tres niños pequeños que habían tenido que ser evacuados de Londres durante los peores momentos de la II Guerra Mundial. Además de entretenida, la película era un homenaje simpático a la resistencia del pueblo británico durante el conflicto, movilizado en mil tareas de logística y vigilancia, con la permanente amenaza de una invasión nazi y los constantes bombardeos alemanes sobre las ciudades del país.

Al poco de acabar la guerra, el primer ministro, Winston Churchill, del Partido Conservador, propuso al Parlamento la convocatoria de elecciones. Estaba convencido de que las iba a ganar, después de haber sido el gran líder político durante el conflicto. Sin embargo, arrasaron los laboristas de Clement Attlee, que habían estado en el Gobierno de unidad nacional liderado por Churchill esos años. Las demandas de reforma social y de mejora de los servicios públicos, consolidadas por ese espíritu popular de resistencia ciudadana, se hicieron incompatibles con el clasismo de los conservadores. En pocos meses y en plena posguerra, el primer Gobierno laborista de la historia británica, creó el Servicio Nacional de Salud, todavía un orgullo para el pueblo británico, a pesar de años de recortes.

Pensaba ayer en ese espíritu de resistencia popular ante la catástrofe mientras salía a ojear un poco la calle para escribir esta crónica y comprar Redoxón y equinácea en la farmacia que hay justo enfrente de casa de mi madre, de cuya puerta colgaba una bolsa de plástico con unas judías y una crema de champiñones que me había preparado. Ni nos vimos.

La Laguna parecía ayer la de un domingo de hace veinte años, cuando el centro no estaba peatonalizado y casi todo cerraba a partir del sábado a mediodía, menos algunos bares más bien cutres donde bebían los desheredados de la tierra. Ayer, claro, ni siquiera eso. Solo unos cuantos señores y señoras con las ecobolsas de camino a la tienda o al supermercado. O de vuelta.

Pero había algo de afecto en el ambiente, como el señor ya ochentón que sonreía detrás de la mascarilla en una panadería cerca de San Benito, donde la dependienta lleva unos días poniendo bachatas y merengues “para ver si alegramos esto un poco”. En Mercadona, todo andaba bien, y el seguridad, protegido por una mascarilla, le hablaba con mucho afecto a la gente: “Vaya usted por este lado de la escalera. Bueno, no se preocupe si se equivoca hoy, es el primer día. Estas líneas están para respetar la distancia de un metro y pico entre persona y persona. Hoy solo había 44 clientes cuando abrimos en supermercado. La gente se comportó de manera muy respetuosa. Hay dos personas todo el día limpiando. Y una empresa hace una limpieza general antes de abrir. Los datáfonos, barandillas y otras zonas de contacto se repasan durante todo el día. Todo el personal lleva guantes y mascarilla”. Aquello parecía el lugar más seguro del mundo, daban ganas de quedarse a vivir.

Un poco más abajo estaba José Soriano en su estanco, que tenía pensado cerrar ya por jubilación a finales de marzo, pero que se mantendrá en activo por ahora, hasta que se aclare la crisis del coronavirus. “Con buen humor, la cosa siempre va a ir mejor”, decía con ese aire que tiene de monje budista, reposado, con gafas pequeñas y la cabeza pelada. “Estamos destinados a tener un final y no sabemos cuándo”, afirmaba. “Una vez, el escritor Sánchez Dragó entrevistaba al actor Adolfo Marsillach, que estaba muy enfermo de cáncer. Y en un momento de la entrevista, se atrevió a preguntarle: ‘¿Pero cómo consigues estar tan animado con la enfermedad?’ Y Marsillach le contestó: ¿tú me puedes decir quién tiene el próximo minuto asegurado?’. Te cuento esto porque creo que siempre hay una pequeña luz”.

Enfrente está la tienda de Luis, que ayer también vio a gente acaparando comida “con esa paranoia de que se va a acabar todo”. Tanto, que hasta él se dedicó a decirles a algunos clientes que tuvieran mesura. “Hay gente que se lleva una caja de peras. Y yo le digo: ¡pero si se le van a estropear! A mí me viene bien económicamente, pero no quiero que tengan que tirar lo que compran. Además, yo creo que va llegar un momento en el que a la gente se le va a acabar el dinero”, comentaba ayer por la tarde hasta que la lluvia disolvió aquella charleta.

Y si esto dura, es verdad, probablemente se acabe el dinero. De hecho, ya empezaban a caer ayer en los chats de Whatsapp los primeros amigos víctimas de un ERTE que podrá convertirse en ERE si la economía no se activa rápidamente. El horror, la crisis al otro lado de la esquina, con tanta gente que ha llegado exhausta a la orilla después de la Gran Recesión de 2008. Por ahora, la resistencia está en los chats de padres de colegio que se animan mutuamente, el skype con los amigos descuidados durante tanto tiempo, el cuidado pausado de la vida en casa, frente al acelerón del menú rápido y con aceite refrito, la ayuda a los mayores del barrio que no pueden comprar. Pero si vienen tiempos aun más difíciles, sobre todo en lo económico, a ver qué pasará cuando recuperemos la salud y andemos como pollo sin cabeza.

Estuve todo el día con ‘La bruja novata’ en la cabeza. Hasta que la busqué en el Movistar + que paga mi suegro. Se la puse a mi hija y le encantó: la bruja buena y el pueblo contra los malvados nazis. A las siete salimos a la ventana y aplaudimos con los vecinos a los profesionales de la sanidad que atienden a los enfermos. Es emocionante. Suena manido. Pero a veces, resistir es vencer.

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