
En palabras del secretario general de la ONU, António Guterres, la pandemia del coronavirus es la peor crisis global desde la guerra de 1939 al 45: “La extraordinaria perturbación económica y política presenta un peligro real para la relativa paz que se ha vivido en las últimas décadas”. ¿Está en juego la humanidad? Él cree que sí: “La combinación de una enfermedad que es una amenaza para todos y el golpe económico traerán una recesión sin precedentes en el pasado reciente”. Comparado con esto, lo de 2008, tras la caída de Lehman Brothers, era chocolate con bizcocho. Fluyen ríos de tinta y el riesgo de ser arrastrados por la corriente de la inestabilidad no es irrelevante. Las fuentes informativas están desbordadas. Los pescadores furtivos especulan con datos en aguas revueltas y los desalmados disparan bulos.
En el epicentro de la epidemia, el presidente de China, Xi Jinping, observa que el Covid-19 es “la mayor emergencia sanitaria” que afronta la República Popular desde su fundación, en 1949. El 23 de febrero, en una videoconferencia con el Comité Central del Partido Comunista, militares y funcionarios comarcales, Xi retó a semejante desafío “de la naturaleza”. En 2003, el síndrome respiratorio agudo (SARS) afectó a unas ocho mil personas, con 774 fallecidos. Esa experiencia le permite confiar en la terapia de control del pánico.
El virus que baila sobre el tablero de la geopolítica fue localizado en diciembre de 2019 y se identificó a comienzos de 2020. El oftalmólogo Li Wenliang puso letra a la música del brote y, el 3 de enero, la policía de Wuhan lo reprendió por montar una escandalera (“hacer comentarios falsos en internet”). Lo obligaron a firmar un documento en el que admitía que había alterado el orden social y lo conminaron a detener los “rumores”. Al regresar a su trabajo, se infectó y murió el 7 febrero. Carcomidas por el remordimiento, las fuerzas de seguridad pidieron perdón a la apesadumbrada familia.
La onda expansiva proyectó la imagen del desastre de Chernóbil, a semejanza del accidente del 26 de abril de 1986 en la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, en el norte de Ucrania. El estallido produjo al principio reacciones dispares en los mercados internacionales, aunque los inversores han terminado al borde del precipicio perseguidos por la ansiedad de la rentabilidad y los tipos de interés han rebajado sus expectativas. Como quiera que el planeta es un pañuelo, el estornudo del gigante asiático ha contagiado el gripazo. La fiebre se expandió cual reguero de pólvora. Alérgico a las influencias externas, Donald Trump pronosticó que el coronavirus dejaría de ser un fastidio al “calor” de la primavera. Ahí comenzaron los problemas para Estados Unidos. En menos de dos meses, los once casos confirmados se elevaron a 245.000, con más de 1.100 muertos en un día. En un año electoral, el mandatario norteamericano se ha dejado aconsejar por los expertos. “He visto lo que nunca antes; bueno, sí en países lejanos por televisión”, se lamentó tras inyectarse una dosis de pragmatismo. Su homólogo ruso, Vladímir Putin, le mandó una manta térmica virtual para los escalofríos: equipos sanitarios. En la despistada Unión Europea, capitalizó un flanco de debilidad para desplegar el Ejército en Italia con material médico y especialistas. Para curarse en salud, Putin suspendió la jornada laboral hasta el 30 de abril con el salario íntegro. También, la reforma de la Constitución.
El mundo es hoy una suerte de matrioska: se quita una figura y salen otras, muchas. Los talladores de madera compiten por las herramientas.
En un artículo publicado por el Financial Times, Mario Draghi profiere que la pandemia del coronavirus es “una tragedia humana de proporciones bíblicas”. El expresidente del Banco Central Europeo (BCE) urge una movilización completa de los sistemas financieros a fin de evitar que la “profunda” recesión (“inevitable por las medidas de contención”) no se transforme en una “depresión prolongada” que cause un “daño irreversible”. Preconiza un incremento significativo de la deuda pública (lo que sería una “característica permanente de las economías europeas”) y la “cancelación” de la particular. El “papel apropiado” del Estado consiste, anota, en “proteger” a la ciudadanía y a la economía contra impactos de los que “el sector privado no es responsable y no puede absorber”.
Antes de la eclosión, los síntomas de destemplanza, la tos, el desaliento y las dificultades respiratorias eran perceptibles. Hay evidencias de que se descuidó la prevención. En septiembre, la Junta de Vigilancia (dependiente del Banco Mundial y de la OMS) difundió el informe Un mundo en peligro, poco menos que apocalíptico. “Nos enfrentamos”, diagnosticaba, “a la amenaza de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio que podría matar de 50 a 80 millones de personas y liquidar casi el 5% de la economía mundial”. Presagió una “catástrofe” que desencadenaría “caos e inseguridad generalizados”. Se ha constatado que el mundo no estaba preparado. “El crecimiento demográfico, la tensión medioambiental, la densa urbanización, los incrementos exponenciales de los viajes internacionales y la migración (forzada o voluntaria)” suponían “factores amplificadores”.
Cada año, The Economist anticipa en clave conspirativa acontecimientos que se avecinan. La portada para 2020 escondía mensajes en una tabla optométrica, que mide la agudeza visual. Investigadores del misterio interpretaron en esas hileras de 21 vocablos una convulsa transformación. Esta revista británica de la poderosa familia Rothschild mentó la recesión y la rata (en alusión al Año Nuevo Chino, como en 2008, y a las plagas) e invocó a Florence Nightingale, la heroína de la enfermería.
La perspicacia corrige la miopía enigmática.
> En estos vídeos se analiza la portada de The Economist sobre 2020: