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“Parece como si el virus solo estuviera en el centro de La Laguna”

Sergio Méndez

La lluvia aflojó ayer lunes y el centro de La Laguna se convirtió en esa especie de bello velódromo por donde la gente pasea y se encuentra dos veces con la misma cara, evitando quizá saludar la segunda. Pero hay que estudiar mucho o ser muy sabio para saber cómo anda el alma de las personas solo con verles el caminar. Había algunos bebiendo y comiendo dentro de los bares y otros en las terrazas, mientras los dueños de los negocios repasaban mentalmente las cuentas, más alicaídas si cabe por las nuevas restricciones que han traído los malísimos datos de la pandemia en Tenerife. Incluido el toque de queda. La economía se marchita recortando el goce, a veces insaciable, de consumir. Pero también hay que mantener la vida. Y tenemos en la isla un índice acumulado de 236 casos por 100.000 habitantes a 14 días. En La Laguna, de 300, frente a los 86 de Canarias. Con 995 casos activos.

“Parece que el virus solo está aquí, en el centro de La Laguna y en los bares, y no en los centros comerciales, que están llenos”, se quejaba ayer Gloria, que trabaja en Nobel, una papelería del centro de la ciudad. “Hoy el día está un poco mejor de gente, pero el fin de semana ha sido bastante malo”, explicaba.

“A mí, lo que me molesta es que, cuando se habla de que hay bastantes casos en La Laguna, se pongan siempre las mismas imágenes de la Calle Herradores”, comenta Mari Paz, que tiene un negocio de complementos en esa calle que se llama Canarby. “Eso nos hace mucho daño. El otro día, me decía una señora que pasaba rápido a buscar una cosa, pero que ya apenas venía al centro. Y yo todavía no conozco ningún bar de esta zona que haya tenido que cerrar porque alguno de sus camareros se haya infectado”, explicaba. De hecho, Mari Paz tiene razón: el aumento de contagios se ha concentrado más en otros lugares, como La Cuesta, Taco o Tejina, donde se han hecho algunos cribados entre la población, según recordaban ayer a este periodista desde la propia Consejería de Sanidad.

“Una mierda”. Así definía ayer el puente Juan Carlos, venezolano, maestro de profesión, 16 años en la isla y con varios negocios. “Porque estoy todo el día dándole vueltas a la cabeza, lo cual desespera a mi mujer”. En este, La Mosca García, situado también en la Calle Herradores, vende su propia marca de geles y cremas de aloe. Es optimista, no le da miedo la crisis. “Allá, en Venezuela, si pierdes el negocio, la gente tira de la economía informal hasta que sale a flote, aquí es más difícil eso de ponerte a vender comida en la calle sin más. Aunque cuando llegué, sin papeles, vendía arepas en bicicleta”, cuenta. Y afirma que ahora es un buen momento para montar negocios de alimentación. “Comida, cerveza, cosas que puedas ir a buscar y llevarte a tu casa. Yo quiero poner una arepera, pero mi mujer no está muy convencida”.

Dice Richard que en su restaurante, ‘Los Olivos’ están en economía de resistencia absoluta. “Si me han reducido el aforo un 70%, ¿cómo va a estar la cosa?”. Cuenta que este puente le han funcionado los ‘brunch’. Algo más flojas han estado las comidas. Para los viernes y los sábados también se ha inventado un ‘Afternoon tea’, como si estuviéramos en la mismísima Gran Bretaña. “Estoy haciendo de todo para no tener que echar a nadie. Pero tampoco podemos aguantar mucho más tiempo, porque tenemos que pagar impuestos, Seguridad Social… “Y encima, el otro día, uno se enfadó porque le cobré dos chupitos que él me había pedido”.

Víctor, el dueño de La Tronja, el bar-restaurante-casa de comidas más popular de la Calle San Agustín, quizá tenga que despedir a alguien. “A mí, lo que la gente consume en la barra me puede dar más que las propias mesas del comedor”, explica. “Nadie está llegando a cubrir gastos, ni siquiera gente que tiene locales propios”, explica.

“Esta mañana ha sido buena, pero el sábado fue un horror”, cuenta Pili, con otra tienda de ropa en el centro. “Hay gente, pero está de paseo, entran poco en las tiendas, están como retraídas”.

Y, en algunos casos, es cierto, como José Miguel y Pino, en la sesentena, que decían ayer que ellos no están consumiendo en ningún bar. Ni entran a tiendas. Ni siquiera van demasiado al centro. “Lo intentamos evitar”. O Antonio y Cándida, que estaban sentados en una mesa cerca de la Iglesia de La Concepción y ya estaban a punto de marcharse, un poco temerosos porque empezaban a aumentar los paseantes. “Nos retiramos ya”, decía ella con un poco de prisa. “Tampoco hemos sido nunca muy de salir”, decía él. Más relajados estaban Fernando y Gianella, en la cuarentena, sentados tomando un vino tinto al atardecer en una calle tranquila. “Nosotros solemos ir siempre a los mismos sitios, evitar los lugares llenos, mantener las distancias”. Disfrutar, pero con cuidado.

“Mis cuidados no van más allá de los que nos imponen las restricciones”, contaba un tal Pablo, joven, en la veintena, muy seguro de sí mismo. No le intranquiliza que la calle se llene de gente. Ni se fija demasiado en las condiciones de los bares.

En una esquina estaba hablando ayer por el móvil mi amigo Idafe, trompetista palmero. Llevamos años sin charlar tranquilos y nos ponemos un poco al día tomando un café, separados, en un banco de piedra. Al terminar, pasamos por La Clocher, una churrería en Juan de Vera. Cerrada. Se traspasa. Iba allí, hace años, cuando mi hija nació. Fui hace unos meses. Eran muy cuidadosos. Pero ser bueno no te protege contra este vendaval. A nadie.

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