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De las protestas sobre la comida a la tarde de tertulia en la barbería

La mala calidad de la comida y la angustia de estar bloqueados no evita una cierta sensación de actividad en esa especie de pequeña plaza que se ha formado a las afueras del campamento
Fran Pallero

Vuelvo al campamento de Las Raíces. A las tres de la tarde, un comunicado de la Asamblea de Apoyo a los Migrantes dice que hay una protesta dentro porque la comida les parece una porquería. Según la Asamblea, muchos tienen problemas estomacales y, en los últimos días, quince personas han tenido que ir al hospital. También dicen que los migrantes tienen hambre. La protesta es intensa pero pacífica. Unos 100, según la policía local, que va hasta allí junto a la nacional “por alteración del orden, la cual se solventa no habiéndose producido ninguna detención”. Aun así, voy para arriba a ver lo que se cuece.

Y lo que hay es hartazgo con un menú que les parece escaso y muy repetitivo, hecho a base de mucha papa, arroz y poca sal. Muchos no comieron ayer. Tienen una foto del almuerzo que causó la protesta. Y tiene pinta de engrudo militar: ¡Plaf! Me parece que estoy oyendo el sonido de esa masa amarillenta caer sobre el plato. “Todas estas personas tienen techo, ropa y comida”, recuerdan desde la Delegación del Gobierno. “Poco a poco, irán mejorando las cosas, pero tampoco podemos olvidarnos del contexto tan complicado en el que estamos”.

Mientras, un grupo de senegaleses llega con varias bolsas llenas de pan, leche, chocolate y un par de recipientes con comida caliente que echan olor a adobo. “¿Qué es, pollo?”, les pregunto. “No, no”, contestan mientras se escabullen. Junto a ellos hay un senegalés que llegó en 2006 y no quiere decirme su nombre, pero me cuenta que está allí para ayudar a la gente con la documentación y los trámites burocráticos.
La mala calidad de la comida y la angustia de estar bloqueados no evita una cierta sensación de actividad en esa especie de pequeña plaza que se ha formado a las afueras del campamento, entre las casetas y tiendas de campaña donde duermen los que dejaron el campamento y los de los activistas locales que van a echar una mano para apoyar y crear una sensación de comunidad. Ayer, la tarde ayudaba, con las huertas llenas de verde y un sol suave de primavera que calentaba un poquito.

Un grupo echaba la tarde con unos juegos de mesa. En otro lado, una señora daba unas clases de español. Y Patri cortaba el pelo. De repente, me vino un flash a la cabeza de una mañana en Katmandú, caminando junto a una barbería destartalada y llena de hombres vociferando, probablemente de política. “Comida mala, mucho frío, duchas malas”, dicen en Las Raíces quienes esperan para cortarse el pelo. “No me gusta la comida, pero menos es nada”, dice Chouaib. “No tenemos mujer”, bromea otro.

Patri lleva cortando el pelo desde las doce. Esta semana ha estado martes, jueves y viernes. Estudió peluquería y ahora está haciendo barbería. Tiene 28 años. “Estoy aprendiendo más aquí que en la academia”, dice. “Además, ellos se llevan las máquinas, las cargan allá dentro y las cuidan. Faltan máquinas, porque hay bastantes manos. Algunos cortan el pelo en sus países”. Como Abdelrahim, que solo habla árabe pero me enseña un vídeo de él cortando el pelo en una barbería de Marruecos. “Yo creo que para ellos es algo diferente al día a día del campamento”, comenta Patri sobre ese aire de tertulia a trompicones lingüísticos que ha conseguido. Así son las barberías, aunque sean entre árboles. “Además, como casi todo el mundo, son bastante presumidos”, comenta “El otro día me equivoqué, porque me puse en la zona de las casetas, que es más territorio marroquí y la gente senegalesa no se acercaba. Pero ahora me he venido aquí, y parece que están más cómodos todos”. Por si acaso, allí está Laura, estudiante de diseño gráfico, cartelista de la Asamblea, que le ayuda a controlar los turnos para cortarse el pelo y a gestionar las eventuales tensiones que pueda haber. “De todas maneras, a medida que pase el tiempo, yo creo la que la situación se va a hacer más difícil para ellos”.

Subiendo la cuesta hacia la carretera de La Esperanza está Allahadi, de 28 años. Y es de Mali. También se queja de la comida. Pero sobre todo, dice que se encuentra mal, deprimido. “Estoy muy cansado, yo lo que quiero es trabajar. Me siento responsable de la situación de mi familia, yo lo que quiero es poder ayudar a los niños, no quiero estar aquí”.

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