
El cielo estaba plomizo en el Puerto de la Cruz el miércoles a mediodía, con ese aire triste que tienen los sitios turísticos cuando el tiempo anda malo. En la terraza del Bar Chiripa, cerca de Punta Brava, la gente charlaba animadamente. Cuatro pollos daban vueltas, embadurnados con un mojo rojo, mientras se asaban lentamente. Y muy cerca, Daria, ucrania de 36 años, jefa de pastelería en un establecimiento en Kyiv, paseaba junto a dos de sus hijos, que jugaban a atizarse con unas hojas largas y secas. Son parte de los 251 ciudadanos ucranianos que Cruz Roja tiene alojados en dos hoteles portuenses, 71 de ellos menores.
Cuando estalló la guerra, Daria estaba de vacaciones en el sur de Tenerife junto a su marido y unos amigos “relajándonos un poco y disfrutando”. Pero el 24 de febrero, solo tres días después de haber llegado, recibió una llamada de madrugada: la invasión rusa de Ucrania había comenzado. “Llevábamos unos meses tensos, extraños, pero de verdad que no nos creíamos que esto pudiera pasar. Es que es una locura tan grande…”, dice con algo parecido a una sonrisa de incredulidad.
No recuerda la fecha exacta, pero días más tarde viajó a Polonia para recoger a sus tres niños, de 4, 7 y 11 años. Ellos salieron desde Kyiv con el abuelo paterno, recorrieron en coche el camino hasta la frontera con Polonia durante dos días, fueron a pie los últimos siete kilómetros, se encontraron con una multitud impenetrable, regresaron al coche para dormir, volvieron caminando al día siguiente y consiguieron meterse, por fin, en una guagua para entrar en territorio polaco.
“Los más pequeños se encuentran bien, como en unas vacaciones, pueden jugar y bañarse. Pero el mayor sí está preocupado por la guerra y por lo que le pueda pasar a sus amigos”, explica. Por suerte, no tendrá que alarmarse por el destino de su padre, dispensado de luchar en el frente por tener tantos hijos. “Aunque yo siento un vacío enorme. Allí está toda nuestra vida… Por las mañanas, miramos a través de unas cámaras que tenemos en casa para ver si sigue en buen estado”, relata Daria.
Luchando en el frente está el marido de Alina, de 42 años, abogada en Kyiv. Una de esas cosas bonitas que echa de menos es el café de la mañana en el barrio histórico de Podil, “cuando la ciudad todavía se está despertando. O el teatro, que me gusta mucho. Pero vamos a ganar esta guerra porque estamos del lado del bien”, asegura. Y habla con orgullo del presidente ucranio, Volodímir Zelenki.“[Vladímir] Putin es el mal. Nosotros queremos ser un país libre, no volver a la Unión Soviética”.
El colapso de la URSS, en 1991, fue el comienzo de un camino propio para Ucrania que se aceleró definitivamente en 2014 con la Revolución del Maidan, que supuso la huida del entonces presidente ucranio, el prorruso Víktor Yanukóvich, y una ruptura con el tradicional tutelaje de Moscú sobre la ex república soviética. Pero también hubo una respuesta rusa, que se anexionó ese año la región ucrania de Crimea y alentó la secesión de Donetsk y Lugansk, al este del país, reconocidas por Putin como repúblicas independientes pocos días antes de comenzar la guerra.
“Nosotros somos un país que tiene cada vez más clase media. Y Rusia es un país de oligarcas y grandes sectores empobrecidos donde la gente que no apoya a Putin tiene mucho miedo a protestar”, explica Alina. “Nosotros sí podemos expresarnos libremente”, afirma, reforzando una opinión que sobrevuela la mayoría de las entrevistas: Ucrania es, algo así como la frontera de la democracia, de un modo de vida abierto, alegre y plural. Y Putin está intentando triturar todo eso.
Después de haber salido a toda prisa de su país, Alina ha tenido unos días para reflexionar en Tenerife: “Yo no contemplo quedarme aquí y trabajar, quiero volver a mi país en cuanto pueda”. De hecho, el jueves viajó a Polonia para reunirse con su otra hija, de 19 años, que estudia en la universidad y está de voluntaria ayudando a los refugiados ucranios. “Quiero estar más cerca de mi país, ayudar y sentirme útil. Desde aquí no puedo hacer nada”, nos decía.
“Si no fuera por mi hijo, me habría quedado en Ucrania”, afirma Alisa, de 36 años, profesora de Música. “No quiero que se quede traumatizado”. Cuenta cómo se les iba metiendo dentro el ruido de las bombas cayendo sobre Dnipro, en el centro del país, cuyo aeropuerto ha quedado completamente destrozado. Quien sí se ha quedado allí es su novio, que es artista y entrenador de boxeo. “Nuestros hombres están luchando y somos fuertes en tierra. Donde estamos débiles es en el aire, así que tienen que ayudarnos cerrando el espacio aéreo. Es lo que les pediría cualquier mujer ucrania”, afirma un poco nerviosa.
Dice Alisa que quiso venir a Tenerife porque ya había estado y tenía algunos amigos. “Creo que es un buen sitio para que no nos alcancen las bombas de Putin”. Desde Polonia se pusieron en contacto con la Cruz Roja para contarles a dónde se dirigían. Y cuando llegaron a la Isla ya los estaban esperando en el aeropuerto. En total, Cruz Roja había atendido hasta el viernes a 526 ucranianos, incluyendo los 251 alojados en el Puerto de La Cruz. Otros 37 con redes de apoyo social han solicitado ayudas económicas a esta ONG, que también les ofrece información y asesoramiento, apoyo psicosocial, asistencia sanitaria y clases de español. La Comisión Española de Ayuda Al Refugiado (CEAR) ha atendido en Canarias a 300 personas y ya tiene acogidas a alrededor de 50.
“Ahora estamos a salvo físicamente, pero tenemos el corazón roto, nuestros padres están allí. Allí teníamos amigos, cafés, amor, una vida”, relata Alisa. “Incluso si la guerra acaba pronto, la mitad del país está ya arrasada: escuelas, hospitales, edificios, puentes, aeropuertos…”. Junto a ella, su hermana Tanja, de 34 años, periodista residente en Kyiv, enseña las fotos del refugio antiaéreo a donde corría cuando comenzaban los bombardeos. Pura penumbra. Como contraste, la imagen de la bonita bañera blanca de aspecto antiguo que tiene en casa, donde se metía si no había tiempo de llegar al refugio.
Mientras ellas hablan, otras compañeras organizan en la habitación del hotel los productos de higiene y la ropa que les envían los grupos de ayuda que se están organizando en la Isla. Al volante de una furgoneta, haciendo el reparto, está Anna, otra ucraniana que lleva ya siete años en Tenerife y tiene una empresa de limpieza y lavandería en Puerto Santiago, aunque es profesora de Inglés de formación. También está en contacto permanente con el grupo, haciendo una cierta labor de mediación, la Primera Asociación de Ucranianos de Canarias. Y la policía ya ha citado a algunos ciudadanos ucranianos para empezar a tramitar las residencia temporales que se les van a conceder.
“Nos están ayudando mucho”, dice Victoria, de 36 años, gerente de proyectos en una empresa de deportes en Kyiv. Paseando con ella están sus padres, Vladimir e Irina, ya sesentones. Del brazo de él cuelga un bolso con una cinta que tiene los colores de la bandera de Ucrania. Rusoparlante, es la segunda vez que tiene que abandonar su casa. La primera fue en 2014, cuando vivía en Donetsk y el régimen de Putin comenzó a alentar la secesión de su región. Se marchó a la capital. “En Ucrania convivimos diversos tipos de pueblos. Todo eso que dicen Putin y Labrov [ministro de Exteriores ruso] sobre nazis en Ucrania es una gran mentira, propaganda”, afirma mientras su hija hace de traductora.
“Sentimos entre culpa y vergüenza por estar aquí mientras otros están sufriendo en nuestro país”, asegura Irina. Han venido a Tenerife porque su otra hija vive aquí desde hace años. “Para mis padres, puede ser una solución, pero yo no tengo muy claro qué voy a hacer”, dice Victoria. “Mientras me aclaro, duermo, como y trabajo. Tengo algunas cosas pendientes y estoy poniendo mucha energía en terminarlas. Así no estoy pensando todo el día en esta situación”.