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La inmortalidad de un café con cardamomo en la Vía Dolorosa

Hablamos un ratito sobre la cantidad de años que llevaba con el negocio abierto en esa parte de la ciudad, que sigue siendo mayoritariamente árabe pero está absolutamente vigilada, con botas, cascos, chalecos antibala y metralletas, por la policía de Israel

En la Vía Dolorosa, la célebre ruta de la Ciudad Vieja de Jerusalén por donde dicen que transitó Jesús de Nazaret camino del Monte del Calvario, hay un pequeño café regentado por un árabe que se llama Abú Omar. Allí estuve el verano pasado con mi familia después de visitar la Iglesia del Santo Sepulcro, construida en el lugar donde supuestamente fue la crucificción. Omar, que se movía con esa parsimonia que garantiza la vida eterna, nos hizo un café muy rico con un ligero sabor a cardamomo en un pequeño cazo de metal que luego trajo ceremoniosamente, acompañado de unas pastas y de un vaso de agua “para limpiar los riñones”.

Hablamos un ratito sobre la cantidad de años que llevaba con el negocio abierto en esa parte de la ciudad, que sigue siendo mayoritariamente árabe pero está absolutamente vigilada, con botas, cascos, chalecos antibala y metralletas, por la policía de Israel, que transita habitualmente por sus callejuelas. “La vida es así, unas veces estás arriba y otras abajo”, nos decía Omar para referirse con resignación a la situación. Desde 1948 hasta 1967, esa zona de Jerusalén estuvo controlada por Jordania, pese a que la ONU había dispuesto que el conjunto de la ciudad quedara bajo mandato internacional tras la salida de los británicos de sus dominios coloniales en Palestina y la formación del Estado de Israel. Hoy en día sigue siendo considerado un lugar ocupado ilegalmente. Esta vez, por parte de los israelíes. Antes de marcharnos, le compramos un cazo de aquellos a Abú Omar para traerlo a Tenerife. Cada mañana lo pongo a calentar con agua hasta que hierve y le añado tres cucharadas colmadas de café, una de azúcar moreno y una punta generosa de cardamomo molido que compré en Belén.    

‘Vía Dolorosa’ es también el título de un interesantísimo monólogo del dramaturgo británico David Hare que se puede encontrar fácilmente en youtube, interpretado por el propio autor con un inglés delicioso y sencillo de entender para quien sepa algo de ese idioma. Allí cuenta su viaje a la zona en 1997, en el que se entrevistó con decenas de personas para hacer un amplio retrato sobre las distintas miradas del conflicto. Aquello fue solo cuatro años después de que se firmaran en Oslo los Acuerdos de Paz entre Isaac Rabin, primer ministro laborista de Israel y Yasir Arafat, líder de la Organización para la Liberación de Palestina. Aunque ya se había producido el asesinato de Rabin por parte de un extremista judío, en 1995, el proceso aún no había descarrilado definitivamente. 25 años después, Israel tendrá en breve el Gobierno más a la derecha de su historia y continúan las ocupaciones ilegales y la violencia militar. Por su parte, siguen los atentados terroristas de grupos palestinos y la Autoridad Nacional Palestina que emanó de los Acuerdos de Oslo se ha convertido en una entidad cleptocrática atravesada por la corrupción. Mientras, millones de refugiados palestinos, muchos ya descendientes de quienes fueron forzados a abandonar su tierra tras la primera guerra árabe-israelí, en 1948, y tras la Guerra de los Seis Días, en 1967, siguen viviendo en campamentos que se han convertido en auténticos barrios de países como Líbano o Jordania.

Llegué al monólogo de David Hare gracias al dramaturgo canario Antonio Tabares, a quien me encontré por las calles de La Laguna pocos días después de regresar de Israel con mi pequeño cazo de metal en la maleta. Tabares ha estrenado este año su obra ‘La Inmortalidad’, un retrato de la vida universitaria lagunera durante la segunda mitad de los años setenta que representa la compañía Delirium Teatro por distintos escenarios de las Islas. 

Como no soy crítico de teatro, no pretendo hacer ningún análisis sobre la puesta en escena de la compañía, que me parece muy ágil y dinámica, llena de ritmo. Pero sí me gustaría destacar el valor del ‘rescate’ teatral que el autor hace de esa época. Tabares muestra muy bien la intensidad política y las ilusiones del momento, amenazadas por los zarpazos mortales del moribundo régimen franquista, que se resistía a morir, como evidenciaron los asesinatos de los estudiantes Javier Fernández Quesada y Bartolomé García Lorenzo a manos de la policía. Ambos aparecen como personajes de la obra. Y aunque lo hacen de forma muy puntual, son elementos esenciales. También lo es el poeta Félix Francisco Casanova, que sale al comienzo mientras recita sus versos en la bañera poco antes de morir por un escape de gas, un suceso que da pie a la reflexión inicial de algunos de los protagonistas sobre la necesidad de tener una cierta ambición vital.  

Entre el ambiente y la música que suena -Led Zeppelin, Janis Joplin, The Doors…-, Tabares consigue captar la pulsión de modernidad que prendió en la vida universitaria lagunera de aquellos años, conectando, a pesar de las distancias, con la de otras ciudades universitarias de España, Europa y EEUU. Una modernidad que servía para espantar los costumbrismos y discurría entre la liberación sexual, los canutos, la cultura y la violencia policial, con anhelos, inseguridades, contradicciones ideológicas, sueños rotos y vida, sobre todo nocturna.

Han pasado muchos años desde entonces. Y aunque hubo otra época, con una La Laguna menos acicalada, donde yo mismo creí reconocer restos de aquella ciudad setentera, ahora me resulta difícil. Puede que sea problema mío, que ya no bajo a Heraclio Sánchez, sino que transito los bares del revitalizado centro histórico, calle arriba, calle abajo, como un jubilado. Y allí, lo que abundan son terrazas con croquetas, ensaladilla y platos con algún toque de vinagre balsámico. O puede que aquella ciudad ya solo resista entre quienes la vivieron. Mientras tanto, yo me aferro al café con cardamomo.       

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