Los primeros alientos que me permitieron deambular en el proceso educativo los recibí en un centro que, con especial afecto popular, se le denominó durante años la Universidad del Duggi y al que hoy miramos con satisfacción apreciando el tiempos transcurrido y reconociendo a cuantos aquí brindaron las iniciales y fundamentales primeras lecciones. Yo fui un niño del Duggi. Aquí llegué de la mano de mis padres, en los años 50 del pasado siglo. Atesoro entre esa madeja de imágenes que conforman los recuerdos, en ese espacio de la infancia que, como señala Rilke, es la verdadera patria, un caudal de nombres y hechos que comienzan por doña Amparo, en la clase de párvulos.
En aquellos años había quedado atrás el pizarrón y hacíamos uso del lápiz y la goma. Retengo el olor de la plastelina y los ecos de su voz, cariñosa y atenta, animándonos al trazo dado en los cuadernos de a peseta que lucían en portada la imagen de un castor o la de otros animales por aquí desconocidos, para que garabateáramos con palotes, palotes cruzados y gusanitos.
En alguna que otra ocasión, cuando me sangraba la nariz, la señorita Amparo me sacaba a este jardín, entonces con fuente de azulejo andaluz, de blancos salpicados con azul y amarillo, y me permitía jugar con una tortuga, que deambulaba a su aire entre el piso de callaos y las tierras dadas a la jardinería. Más abajo, antes de que las obras de una perentoria ampliación lo cercenaran, estaba la escalinata de acceso al patio grande, con otras fuentes que enseñoreaban una mayor ornamentación.
Cogido de la mano de don Francisco, un joven maestro palmero, probablemente en prácticas, atravesaba cada mañana el espacio que mediaba desde nuestra casa, en Benavides 71, frente a la Placita, para llegar al colegio. Mi madre y mi abuela Mamaía me dejaban a su cuidado. Entonces los niños y las niñas, cada uno en un ala diferencial del colegio, formábamos en filas y cantábamos antes de iniciar las clases. Fuimos niños de la ya atenuada posguerra, que en plena Guerra Fría pretendíamos superar los años de especial crudeza y a los que nos repartían en la tarde, antes de llegar a casa, una porción de queso amarillo y de leche en polvo, del Plan Marschall. Más tarde vendrían los botellines de leche y los batidos, procedentes de la incipiente industria láctea, que relegaron al olvido el domiciliario quehacer de las famosas lecheras.
Fue un tiempo que se aferraba a los símbolos de un marcial patriotismo, que imponía sus códigos frente a los vencidos, periodo que nos hacía lucir el uniforme de la camisa azul, en la que a mi madre, como buena palmera, no le quedaría más remedio que bordar en el bolsillo delantero el escudo, que se decía nacional, el del yugo y las flechas, dándole un toque original y, por ello, distante al estampado que se compraba en la tienda de don Avelino, el catalán de las sedalinas, en la Rambla de Pulido. Nuestras tiernas voces entonaban, a voz en cuello, el repertorio de aquel tiempo: el “Isabel y Fernando”, el “Yo tenía un camarada”, el “Prietas las filas”…
AUXILIO SOCIAL
En esos años los niños entrabamos por la esquina de la calle Duggi y las niñas por la de Ramón y Cajal. En el paramento exterior, entre las ventanas de Ramón y Cajal, frente a la fábrica de harinas y pastas de Peregrín Santana, se mantuvo indeleble hasta bien avanzado los años 80 el rótulo con trazos negros y rojos, que mostraba el anagrama y la cita textual que anunciaba el Auxilio Social, el de la mano que empuñando una flecha se enfrentaba a la hidra del mal, que como tantas cosas daba cierto repelús y que nunca llegamos a entender.
Don Ramón y doña Agustina, con sus hijos, ejercían de custodios de este centro, que va para centenario. Ante la puerta de su casa crecía a sus anchas una frondosa buganvilla, en la que solían quedar atrapados nuestros balones. En más de una ocasión se veían sorprendidos por la entrada rauda, saltando los muros que mediaban con la placita, de los mayores, a los que nosotros llamábamos los gandules, que buscaban refugio huyendo de los guindillas, que habían sido alertados por la rotura de farolas, el discurrir de bolas de los jardines calle abajo o de cualquier otra gamberrada. Este centro tuvo el honor en plena República de recibir oficialmente, en primigenio bautizo, la denominación de Colegio Blas Cabrera Felipe.
El Consistorio capitalino, en el que se encontraban ediles como Pedro García Cabrera, quiso con ello honrar al ilustre científico canario. El tiempo no jugó a favor del acertado acuerdo, ya que en el cambio de tornas se trastocó, minimizando el devenir de un barrio, el Duggi, que se sentía orgulloso por rotular sus calles con el de una nutrida pléyade de hijos que habían acrisolado honores por su entrega ejemplar al solar patrio: Cairasco, Iriarte, De Lugo, Pulido, Benavides, Castro, Porlier, Serrano…
Luis Cola Benítez, historiador y cronista oficial de Santa Cruz, nos comentó que había localizado en las actas del Ayuntamiento el correspondiente al nombre inicialmente dado a este colegio, elevado en el solar que en principio iban a destinar a uso militar. El acuerdo fue que llevara el nombre del físico e investigador canario Blas Cabrera Felipe, director del Laboratorio de Investigaciones Físicas y rector de la Universidad Central de Madrid en 1931, una de las más grandes figuras de la ciencia que ha dado nuestro país con proyección internacional, que murió en el exilio republicano, en México, retornado sus restos al cementerio de La Laguna el pasado año.
La rúbrica del Pleno santacrucero, que el historiador Carlos García ha podido puntualmente localizar, deja constancia de tan noble decisión. Entendemos que sería de justicia su restitución, uniendo el actual nombre, el del Rey Santo, Fernando III de Castilla, padre de Alfonso X, con el del canario Blas Cabrera, quedado, por tanto, signado como Colegio de Educación Infantil y Primaria San Fernando – Blas Cabrera Felipe.