la victoria de acentejo

“El monte ha sido mi casa y mi escuela”

María del Carmen Candelaria García Fernández no sabe su edad exacta, solo que desde los 5 años trabajó recogiendo ramas y codesos y juntando leña para sostener a su familia
“El monte ha sido mi casa y mi escuela”
María del Carmen fue madre soltera y sacó adelante a sus dos hijos y los mandó a la escuela, un derecho que ella nunca tuvo. | Sergio Méndez

María del Carmen Candelaria García Fernández no celebró nunca un cumpleaños porque no sabe qué día nació pese a que en su documento nacional de identidad aparece como fecha 2 de marzo de 1934. Fue la fecha que le dieron por azar, después que un incendio ocurrido en el juzgado -ubicado entonces por fuera del antiguo empaquetado de plátanos de Domingo Izquierdo- e intencionado según ella, hiciera desaparecer cualquier rastro sobre su existencia.

Consta que tiene 89 años, aunque tampoco es su edad real porque el libro de familia también se quemó y no puede llevarse “cinco meses” con uno de sus hermanos.

“En realidad no sé si tengo 83 u 84”, afirma. Entre broma y broma, un vecino la convenció de que era bueno tener más edad para “cobrar antes la paga” y así zanjó esta cuestión, sin más cuestionamientos.

Carmita, como la llaman sus familiares y sus vecinos no sabe leer ni escribir. Es una mujer de monte, que ha sido “su escuela y su casa”. Allí aprendió todo lo que sabe y fue allí también donde encontró siempre el sustento para mantener sola a sus dos hijos, Rosa María y José Luis.

Esta vecina de La Victoria de Acentejo fue una de las protagonistas de la exposición virtual organizada por la Red de Municipios por la Igualdad de Género del Norte de Tenerife para homenajear a las mujeres rurales.

En su caso, cualquier homenaje resulta insuficiente. Carmita nació y vivió gran parte de su juventud y edad adulta en una sociedad que no conoció ningún tipo de igualdad, pero no le quedó más opción que hacer los mismos trabajos que cualquier hombre para poder subsistir.

Fue madre soltera en una época en que ello suponía una presión social y un rechazo muy grande aunque ella nunca hizo caso a nada de eso. Tenía cosas más importantes de las que ocuparse: que sus hijos no pasaran hambre ni tuvieran que salir a trabajar desde pequeños, como hizo ella. Se encargó de mandarlos a la escuela y de garantizarles una educación, un derecho que en su caso tampoco tuvo porque con cinco años ya se encargaba de ir a recoger ramas y codesos y juntar leña para después venderla. Y lo hacía descalza, ya que la primera vez que se puso unas lonas eran del número 34. Las usó para ir a una fiesta e inmediatamente se las sacó y las guardó para la siguiente ocasión.

En su casa eran diez hermanos, de los cuales solo quedan dos, además de ella. Un varón de 82 años que vive en La Palma, y una mujer de 92. Al mayor lo mataron en la Guerra Civil. “Todavía recuerdo el griterío de mi madre cuando vinieron a avisarle”. “A otro le dio un dolor en una pierna y lo dejó cojo pero después se puso malo en el hospital y falleció”, añade. También fallecieron una de 21 años y otra de 28. “En mi familia pasamos de todo, pero bueno, nada”, afirma.

Eran muy humildes y muchas veces, tanto ella como sus hermanas, salían desde la mañana temprano al monte con el estómago vacío porque en su casa no había nada para comer. Ni siquiera tenían café. A veces habían unos paquetes de malta que su padre se levantaba a moler por la mañana con una silla. “Dios nos libre de pasar otra vez por lo mismo”, apostilla.

“Eran tiempos difíciles, en el monte nuestro ya no había nada que traer porque todo el mundo vivía de lo mismo y había mucho control”, recuerda Carmita. Cuenta que una vez, caminando por la carretera de la cumbre hacia Arafo, “sintieron unos tiros y una gritería, así que unas cogieron por una barranquera, otras por la carretera abajo… No me quiero acordar, nos dio la una de la mañana del día siguiente, y mi madre buscándonos y nosotras todas arañadas y vinimos sin nada, sin ninguna carga”.

Ese día no fue una excepción. Hubieron otros similares en los que, supuestamente por incumplir la ley, los guardias las perseguían y llegó a estar presa hasta en tres ocasiones “por ir al monte en busca de ramos para comer. Venían a buscarnos, estábamos por el día en el calabozo -que estaba ubicado en la parte baja del Ayuntamiento- y cuando llegaba la noche nos echaban fuera y nos quitaban los ramos que habíamos cogido para picarlos y echarlos los animales. Y así cada vez que nos trincaban”.

Una sábana como aviso

Su casa era de teja y en una palmera su madre colgaba una sábana para avisarles cuando había vigilancia en el monte. “Un día un guardia llamó a la puerta y le pidió que la sacara de allí y la pusiera en la cama porque seguramente no tendría para taparse”, apunta con cierta picardía.

Con su hermano Daniel, “que se quedó ciego”, y una de sus hermanas iban a vender leña por el Puente de Hierro, en la parte baja del pueblo “por tres duros. Nos daban un duro a cada uno y traíamos para comer porque en mi casa no había nada”, relata.

Se encontró familias “malas”, que los hacían esperar para pagarles mientras ellos comían “y nosotros muertos de hambre”. Pero había otras personas muy buenas a las que “ojalá los bienes de dios le lluevan allá, a él y a su mujer”. Se refiere a ‘Antonio el tángano’, quien les pedía que extendieran el saco y les ponía plátanos maduros para llevar a casa después que le entregaban la leña. “Veníamos privaditos con esto”, confiesa.

También se acuerda de los dueños de una panadería, un matrimonio que les pedía que se quedaran hasta que se sacara el pan “para ver si se quemaba alguno y nos lo llevábamos calentito”.

Carmita cargó hasta 90 kilos de carbón al Puerto de la Cruz. Un año bajó mil horquetas del monte y llevó en la cabeza los raíles para la galería de agua Pasado del Santo, en Santa Úrsula, pese a los cien kilos que según ella pesaban.

Estuvo once años yendo a Adeje a trabajar en las fincas de tomates y se quedaba a dormir en cuevas. Subía hasta la zona de La Pólvora y de allí se iba en camión, que tardaba nueve horas en llegar al Sur de la Isla. A sus hermanas, como eran mayores, le pagaban 15 pesetas y a ella 13 porque era más pequeña. Un día preguntó el por qué de esa diferencia y el encargado le respondió que en su caso no cargaba cajas y como esta tarea tenía un coste añadido “empecé a cargar para que me dieran más dinero”, apunta.

María el Carmen vive en la misma casa en la que nació y que se fue transformando junto con ella. Nadie que ha estado allí se imagina que alguna vez pudo ser de tea y su cama, una tabla.

Carmita se enamoró de Antonio Sosa en una fiesta del pueblo pero fueron muchos años después cuando pudieron estar juntos ya que sus diferentes condiciones económicas se lo impidieron en un primer momento. “Eran 5.000 pesetas contra una mujer que era una muerta de hambre”, subraya su hija Yaya, quien conoce muchas historias de su madre porque se crió entre mujeres mayores, sus tías y abuela.

Sin embargo, con ayuda de su madre y sus hermanos, sacó adelante a sus hijos y se ocupó que no les faltara nada. “Les dejaba la ropita preparada para que fueran a la escuela y yo, pal monte”, subraya.

Primero nació “la hembra”, en 1964, y dos años después, el varón, quienes por la tarde, después de estudiar, la acompañaban a buscar pinocha.

Con los años las penurias fueron disminuyendo y la familia compró una vaca y la crió. Carmita se levantaba a las cinco y media de la mañana, la ordeñaba, y salía a vender la leche. “Con las perras que me daban le compraba alguna sabanita o una mantita a mis hijos”, sostiene.

El monte le pasó factura a los 52 años. Con esa edad le dieron una pensión no contributiva por invalidez. Está operada de las dos rodillas, en ambas tiene puesta una prótesis. El médico que la atendió le preguntó qué deporte practicaba porque “tiene los huesos como un boxeador”. Aún así, hasta hace unos pocos años trabajó en su propia huerta, sembrando papas, podando la viña y levantándose a las seis de la mañana para ir al monte a buscar pinocha para las cabras y hojas de col para los conejos.

“Cuando ví la película Doce años de esclavitud pensé: “es la historia de mi madre”, asegura su hija, quien también siempre se dedicó al monte, al campo y a recoger las castañas. Se refiere a la historia de Solomon Northup, un hombre negro e inteligente que se dedica a la música en Nueva York al que un día le tienden una trampa y es vendido como esclavo para trabajar en las plantaciones de Louisiana.

Carmita tiene tres nietas y dos bisnietos. Sus fotos están en la sala de su casa y las muestra orgullosa. También hay un retrato enorme con Antonio, quien años más tarde se separó de su esposa y se fue a vivir con ella. Estuvieron juntos 40 años. Sus hijos ya eran mayores y en el año 2000 les dio sus apellidos. Corría el siglo XXI y ya la igualdad dejaba de ser una utopía para convertirse en un objetivo a alcanzar.

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