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Calatrava: “Tenerife no me merece”

Un libro del responsable de Cultura de ‘La Vanguardia’ durante 20 años desvela ofensas y caprichos del conocido arquitecto mientras dirigía la construcción del Auditorio, cuyo coste cuadruplicó lo presupuestado
Calatrava

“Con Calatrava llegamos a la incompatibilidad, a la humillación, al insulto personal por su parte, a la pelea a cara de perro a medida que iba aflorando esa gran vanidad suya”. Así resume Enrique Amigó, entonces técnico responsable de proyectos singulares del Cabildo, los entresijos de la construcción del Auditorio de Tenerife. Un proceso en que abundaron los desencuentros que multiplicaron por cuatro el presupuesto. Ahora sale a la luz gracias al libro Queríamos un Calatrava (Viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio), de la editorial Anagrama, una obra de Llàtzer Moix, durante 20 años responsable de la información cultural de La Vanguardia. El punto álgido de las disputas entre el equipo que capitaneaba el entonces presidente del Cabildo, Adán Martín, y Santiago Calatrava lo cuenta el propio Amigó al rememorar una llamada desde el estudio del artista: “Mira, para que te quede claro, tú me estás hablando desde tu isla, que está en el culo de Europa, y yo te hablo desde Zúrich, que está en su corazón. Tu isla no me merece”. Fue tal la rabia que incendió el espíritu de Amigó que hasta propuso declarar persona non grata a Calatrava, propuesta que Martín prefirió ignorar: “Los artistas son así”, contemporizó.

El prólogo

La obra se retrasó hasta 12 años (1991-2003), si bien ya a finales de los 70 las autoridades tenían claro que el Teatro Guimerá se había quedado pequeño y encargaron un proyecto al arquitecto Antonio Fernández Alba, previsto para una finca en El Ramonal. Cabildo y Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife discutieron tanto sobre la ubicación adecuada que frenó estos planes hasta que en 1991 Martín tomó los mandos para no soltarlos. Época de bonanza económica, Adán barajó la posibilidad de Rafael Moneo hasta que se decidió por Calatrava, entonces una promesa de la estrella internacional que finalmente fue.

De entrada, un acierto

El primer gran revés es, curiosamente, un gran acierto de Calatrava. Cuando ya está todo listo y firmado, el arquitecto valenciano anuncia a Martín desde el Hotel Mencey donde se hospeda que el lugar no es el adecuado, en llamada telefónica nocturna que sin duda erizó el cabello al mandatario, con todos los contratos de adjudicación ya firmados. “Si queréis que mi obra haga por Santa Cruz lo que el edificio de la ópera hizo por Sidney debéis llevarlo a otro sitio, en lugar de encajonarlo en la trama urbana”, le dijo, y tenía razón, porque estaba previsto junto al Palacio de Justicia actual y el Intercambiador. Adán tuvo que ejercer todo su poder para convencer a la Autoridad Portuaria, pero el peaje temporal fue tremendo: las obras no se iniciaron junto al Castillo negro hasta enero de 1997. Además, allí había una escombrera sobre una antigua playa y complicados trabajos de cimentación provocaron los primeros desfases presupuestarios

De los 4.444 millones de pesetas previstos para el Auditorio, al final se gastaron unos 16.000; al lado su autor, Santiago Calatrava. DA / EP
De los 4.444 millones de pesetas previstos para el Auditorio, al final se gastaron unos 16.000; al lado su autor, Santiago Calatrava. DA / EP

El pleito y más

El segundo gran problema llega cuando se decide que la sala sinfónica cambia a polivalente para ser también apta para la ópera. El pleito insular asoma tras el cambio, ya que el entonces recién estrenado Alfredo Kraus de Las Palmas de Gran Canaria cuenta con esa ventaja. Ello revoluciona todo el proyecto, y más cuando Calatrava idea al hilo una ambiciosa remodelación de todo su proyecto. Cuenta en el libro Dulce Xerach, consejera insular de Cultura en aquellos días, que “luchamos como jabatos para contenerle (…) Ahí se nos podían haber ido tres o cuatro mil millones de pesetas más”. Sepan que al final convencieron al arquitecto en una escena digna de Florentino Pérez y sus galácticos fichajes: Calatrava acabó cediendo y dibujó en una servilleta el apaño, esa suerte de nuez que exhibe hoy la primera cubierta de la sala. Otros retrasos llegaron al añadirse un aparcamiento de 250 plazas, una sede para la Sinfónica de Tenerife y acondicionar unos 16.000 metros cuadrados de espacio público junto al edificio. “Había dinero y podían hacerse. No era como ahora, que no lo hay”, explica Xerach una actitud que el autor califica como “rumbosa”.

La constructora para

Los cambios pueden con la constructora, que en 1999 se declara incapaz de asumir tanto sobrecoste y paraliza la obra. Ello acabó por arruinar los encofrados de madera para construir las velas (los laterales del Auditorio), ya instalados y expuestos a la lluvia. Una cumbre al máximo nivel zanjó el problema gracias a la ampliación del presupuesto en otros 2.000 millones de pesetas, 700 de los cuales fueron para la empresa. “A partir de ese punto -añade Amigó- el control de costes de la obra saltó por los aires. Francisco Esteban, un profesional madrileño contratado para velar por la contención presupuestaria, dimitió. También el control de plazos se vio desbordado. Solo se mantuvo el control formal exigido por Calatrava. Y no iba a resultar barato”, escribe Moix en el libro, que se publica el día 19.

La Gigantesca ola

Si algo tiene de especial el Auditorio de Tenerife es su sobrecubierta, una gigantesca ola de 58 metros de altura que parte desde 60 metros de anchura en su base hasta un pico que, cuando fue colocado, se hundió un metro sobre lo previsto cual singular episodio de flaccidez que despertó todas las alarmas en el Cabildo, si bien los ingenieros acertaron al explicar que, terminados los trabajos, venía al lugar previsto. La ejecución fue muy compleja, y Calatrava no ayudó al cerrarse en banda ante la posibilidad de que fuera hueca, lo que abarataba los costes. Para hormigonar los tramos anteriores al pico se construyó un artefacto en Alemania que nunca más ha tenido uso.

La acústica

¿De qué sirve un auditorio si la acústica no es buena? Hizo bien en sospechar el Cabildo que Calatrava estaba más preocupado por lo que en realidad es más una escultura que un inmueble, y más tras las terribles críticas que recibió el Alfredo Kraus por esta causa. El equipo de Martín contrató al experto neoyorquino Rusell Johnson, consultó a la Universidad de La Laguna y creó una comisión con ocho expertos locales. Todos coincidieron en que la acústica no era buena y Calatrava se lo tomó mal: voló a Nueva York para abroncar a Johnson y fue despectivo con la Universidad, pero aceptó los cambios.
Hubo más: se perdió un año porque al valenciano no le gustaron unos revestimentos, y hubo que ampliar todas las sillas porque a la comisión ciudadana (“personas con sobrepeso”, describe Xerach) le resultaron pequeñas. Prácticamente finalizado el Auditorio, Calatrava se empeñó en unos cerramientos que costaban otros 1.000 millones de pesetas. Ascensores, mesas y cabina de sonido, iluminación… la falta de interés por los aspectos técnicos en el proyecto también jalonó de obstáculos este proceso.

De veras singular

El Auditorio de Tenerife costó unos 16.000 millones de pesetas, 2.000 de los cuales cobró Calatrava. Estaba presupuestado en 4.444 millones de pesetas. Eso sí, como reconoce Moix, estamos ante una construcción de veras singular: un ramillete de formas caprichosas recubiertas de trencadis que se recortan contra el intenso azul del mar y sobre el que reverbera el sol”.

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