Hay sobre la nevera de casa una foto de la clase de mi hija Gabriela con la profesora y los niños haciendo muecas, como si fueran monstruos, que era el tema sobre el que estaban trabajando en ese momento. Y esta semana, mientras me tomaba el café con el pan que voy a comprar cada día un poco temeroso de pillar el coronavirus de camino, pensaba en si les afectará en algo este confinamiento. No estamos en Siria, ni en Irak, ni en la antigua Yugoslavia, pero, con las infecciones a tope y la incertidumbre económica de fondo, uno no puede evitar preguntarse si esto les va a dejar huella.
“Muchas veces liamos todo más de lo que deberíamos”, afirma Pedro Rodríguez, pediatra, psiquiatra y psicólogo del Hospitalito de Santa Cruz. “A menudo es superior la preocupación nuestra que lo que le ocurre a los niños”, explica. Por eso, la Sociedad de Psiquiatría Infantil, perteneciente a la Asociación Española de Psiquiatría, ha elaborado una pequeña guía (léanla, que es interesante) para lidiar con esta situación de incertidumbre y ansiedad, sobre todo entre los adultos, que son los primeros en transmitir esas sensaciones a los hijos. Si tu hijo lo flipó con eso de no tener clases, pero a los pocos días se pone impaciente e irascible, dale comprensión, límites, rutinas, ejercicio físico, tareas de las que manda el cole vía online, tiempo para hacer cosas juntos en familia que la vida rápida no nos deja compartir, conversaciones vía Skype con los abuelo o los amigos. En definitiva, crear una pequeña normalidad agradable en el confinamiento. Más limitada, pero con sus cosas buenas. “Si lo hacemos bien, los niños se adaptan mejor que nosotros. Si lo hacemos mal, lo llevan peor”, explica Pedro Rodríguez.
Aunque crear una rutina no es fácil. Sobre todo, cuando encima estás trabajando en casa. “Un poco infierno”, decía ayer Pilar mientras intentaba cortar unas verduras en su casa de Las Mercedes. “Tengo a Yiyo [seis años] todo el día encima, el pobre está aburrido”, contaba mientras se le oía a él hablar de fondo: “Mami, ¿me dejas cortar unas verduras?” Encima, estos días está lloviendo y no puede disfrutar del terreno que tiene alrededor de la casa. “La verdad, no ha caído una gota en todo el invierno y esta semana no ha parado de llover”, se queja Pilar.
Dice Sergio desde Tejina que Matías está más a gusto que un pato sin ir a clase. “El que no para soy yo, que lo tengo todo el día que si pintando, que si jugando. Y bueno, algo de dibujos en la tele. Porque si no, salía a la calle a que me detuvieran”, dice bromeando.
Néstor tiene algo más de dos años, y Pablo, su padre, guionista canario afincado en Madrid, le cuenta que los aplausos de las ocho de la tarde al personal sanitario, en realidad son aplausos para él por lo bien que se ha portado durante el día. “Luego, por la noche, le viene el berrinche porque no sabe gestionar lo que está ocurriendo y es un poco complicado.” Pero ya nadie le quita a Néstor los cinco minutos de gloria que tiene en el balcón todas las noches.
“A esa edad, la fantasía es la que dirige al niño, y contarle esa historia está muy bien”, explica Pedro Rodríguez. Con un par de años más, como Gabriela, donde la palabra coronavirus ya está en la boca con total normalidad, simplemente hay que contar “que el coronavirus es un bicho malo que está en la calle, y que si no salimos, se va”.
Eso es lo que le dice Elena a su hija Celia, de tres años, que cada día de esta semana le ha preguntado al despertarse si ya se ha ido el bichito. Por la tarde, cuando salen a aplaudir al balcón, grita: “Fuera, bichito, fuera”. A la sobrina de Pablo también le contaron qué era el coronavirus. Cuando su abuela fue a verla una tarde y la encontró costipada, dijo: “Estoy acatarrada, pero no creo que sea coronavirus, abuela”.
A veces, cuando escucho las noticias y veo a Gabriela por ahí danzando mientras algún periodista habla de fallecidos, me siento incómodo. “La comprensión de la muerte empieza como tal a partir de los cinco años y medio, seis años”, explica Pedro Rodríguez. Menos mal, pienso. “Con las noticias, también hay que actuar con normalidad. Si puedes evitar que las vean tranquilamente, bien. Pero es peor si vas y le tapas los oídos en plan alarmado”.
Cuando veo lo que han tardado en China para frenar las infecciones de coronavirus, no puedo evitar pensar si varias semanas de confinamiento no se le quedarían grabadas bien adentro. Si tanta gente habla de guerra contra el virus, algo de bélico debe haber en todo esto. Y me acuerdo de los viejillos con los que trabajaba en Reino Unido, jubilados voluntarios que colaboraban en un centro social del Norte de Gales y que no tardaban demasiado, entre té y té, en hablar sobre los bobardeos alemanes en la infancia.
“No se puede comparar en absoluto el estar en casa unas semanitas a los bobardeos,” responde Pedro Rodríguez a mis neuras. “Ni podemos comparar la sociedad y los conocimientos que hoy tenemos con los que había en ese momento, donde los niños eran vistos como menos importantes y todo el mundo estaba aterrado, expresaba ese miedo, mientros ellos lo veían sin ningún tipo de cuidado. Ya te digo, no es comparable en absoluto”.
Justo en frente de casa vive una amiga de Gabriela del colegio. Ya se han hecho algún dibujo que ponen en las ventanas, para que la otra lo vea. Al atardecer, cuando salimos, también nosotros, a aplaudir al personal sanitario, ellas se gritan. “Hola Gabriela”, “Hola, Nayra”. Luego se despiden. Y así, hasta el día siguiente.