
Cuando Julio Gil-Roldán Rodríguez, 39 años, era chiquito, los profesores lo ponían en primera fila. Y no porque fuera un mal tipo. Todo lo contrario, pero tenía una jiribilla, muchas veces tocada de humor, que le subvertía la clase a más de un maestro envarado de colegio religioso y con muchas ínfulas. Pero Julio no se achantó y siguió libre, y se hizo lector y escritor de cuadernos con versos y prosa. E intentó cien caminos. Y trabajó de mil cosas, y viajó sin equipaje, por fuera y por dentro, como el escritor-marinero Joseph Conrad. Y ahora está en La Laguna, que es puerto más o menos seguro. Hace tres años, publicó su primer libro, ‘El azar de una calle cualquiera’, una colección de escritos “en prosa con cadencia poética”, como dice en la solapa. Y comparte piso y confinamiento con Christian, estudiante de Química, con Rafa, fotógrafa y community manager, y su hija de diez años, Izha, ambas brasileñas. Una familia poco convencional salida del azar que se las arregla bien en esta guerra contra el coronavirus.
“Ahora es cuando agradeces haberte currado un poquito la casa”, dice Julio [a la izquierda de la foto] a punto de tomarse un café, contento con las plantas que tiene la terraza del piso, justo en la antigua zona de bares de La Laguna. “La verdad es que lo llevamos bien. Izha lo tiene súper asumido. Y yo a veces me disfrazo o juego a algo con ella”, cuenta. “Rafa es una persona muy alegre y enérgica, y eso ayuda. Aunque está muy mosqueada con lo que está haciendo Bolsonaro [presidente de Brasil, que se ha tomado a risa la pandemia]. Y luego, pues nos vamos encontrando a cada rato y nos vamos actualizando las noticias. Y nos decimos: ‘Coño, ¿tú por aquí?”, cuenta bromeando.
Julio lleva más de tres años practicando Yoga, así que nada más amanecer se toma un jugo y se pone a hacer ejercicio durante una hora y media. Y luego a estudiar un curso de guía turístico que está haciendo, a punto de terminar el primero de los dos años. Cuando acaba, se dedica a inventar. “Le hice una casita a un mirlo que viene a visitarme. También conseguí un palé para terminar la cama. He hecho limpia de libros, de tuppers. Me he puesto con la escritura de un segundo libro que quiero sacar. Y con una revisión de una novela que escribí en el año 2000 y que quiero reformular, aunque voy a mantener la historia”.
Apenas sale, solo para comprar en la farmacia una medicina que le alivia las dolorosísimas cefaleas en racimo que a veces lo asaltan y que normalmente trata con oxígeno en el centro de salud. También va a comprar algo de comida. “En la calle, tengo la sensación de ser un forajido, mirando a los lados por si me ve la policía. No es culpabilidad, es como si estuviera haciendo algo malo”, cuenta. “La verdad que es un rollo distópico”. Como ‘1984’, de George Orwell. Como ‘La carretera’, de Cormac McCarthy.
Dice Julio que, cerca de los cuarenta, ya le apetece asentarse un poco. Hasta que empezó todo esto, estaba currando en una tasca, y hace poco estuvo dos meses en un rodaje en Fuerteventura, el último de varios, trabajando con el área encargada de las localizaciones. Pero tampoco tiene miedo al futuro: “Primero, porque ahora las preocupaciones están congeladas. Y segundo, porque hay que tener voluntad. No porque pienses bien, las cosas van a salir. Pero sin piensas mal, seguro que no salen”, dice, como si nos regalara un aforismo. “Además, yo tengo la suerte de que no se me caen los anillos por hacer ningún trabajo”. Así es mucho más fácil el viaje.