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Las chabolas del Pancho Camurria ocultan a otras víctimas del virus

Durante el confinamiento por la pandemia, los sin techo que se refugian en torno al pabellón deportivo de Santa Cruz viven el miedo y la inseguridad en la zona invisible y olvidada de la capital
Moisés vino hace dos décadas de Sierra Leona con el sueño de un futuro mejor, y ha acabado construyendo su propia chabola, en la que vive desde hace siete años. Sergio Méndez
Moisés vino hace dos décadas de Sierra Leona con el sueño de un futuro mejor, y ha acabado construyendo su propia chabola, en la que vive desde hace siete años. Sergio Méndez
Moisés vino hace dos décadas de Sierra Leona con el sueño de un futuro mejor, y ha acabado construyendo su propia chabola, en la que vive desde hace siete años. Sergio Méndez

El coronavirus, esa enfermedad de la que hace escasos meses nadie hablaba y que hoy supone uno de los principales retos para las autoridades sanitarias de todo el mundo, ha provocado hechos del todo excepcionales. Los gobiernos temen la pérdida de vidas a causa del patógeno, el colapso de los sistemas de salud y, sobre todo en las últimas semanas, de lo que más se habla es de la recuperación económica.

En Canarias, el propio presidente, Ángel Víctor Torres, se expresó en los términos de “hambre y miseria” si no se aplican las fórmulas de “reconstrucción” adecuadas, y a nivel internacional, la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, ha advertido de que caminamos hacia el abismo en materia financiera; un averno mucho más oscuro que el de la pasada recesión. Y situaciones de tanta envergadura como la que vivimos en la actualidad por la Covid-19 hacen que se incrementen las desigualdades sociales.

Hayder, María del Carmen, Alejandro, Óscar y Moisés ponen rostro a la realidad invisible -e incómoda- de esta pandemia, a las cifras de desempleados, a la población vulnerable, a las personas más desprotegidas. Todos ellos, por unos motivos u otros, se han visto obligados a buscar cobijo en las inmediaciones del Pabellón Pancho Camurria, unas instalaciones tradicionalmente identificadas con la lucha canaria -por llevar el nombre de una de las figuras más representativas del deporte autonómico-, y lo cierto es que sí, en torno a él hay gente que lucha, pero no para ganar una agarrada, sino con el único objetivo de sobrevivir, y hacerlo de la forma más digna posible DIARIO DE AVISOS compartió una jornada con ellos.

Durante décadas, miles de isleños emigraron a diversos lugares de Latinoamérica buscando un futuro más próspero. Y ahora se produce el fenómeno migratorio a la inversa, como le ocurrió a Hayder, un joven cubano que llegó a Tenerife el pasado 21 de enero con la esperanza de, al ser nieto de emigrantes españoles, recibir un empujoncito, una prestación durante un tiempo para subsistir mientras trataba de conseguir trabajo. En la isla caribeña estudió técnico en gastronomía, pudiendo ejercer como inspector sanitario, además de haber sido responsable de seguridad en distintas empresas. Dice, incluso, saber algo de idiomas y querer seguir ampliando su formación. Para subirse al avión tuvo que pedirle dinero prestado a un amigo de toda la vida, quien gustosamente se lo dio: “Fueron 600CUC [pesos cubanos], y se los voy a devolver desde que consiga trabajo”. Pero cuando aterrizó en España, se topó con una realidad aún más dura de la que imaginaba: la misma persona que le había animado a abandonar su tierra natal lo dejó a su suerte, y se vio abocado a pedir ayuda. Fue entonces cuando se quedó en la calle, desamparado.

Las primeras noches pudo pernoctar en el albergue municipal de Santa Cruz, y al cabo de unos días, antes de que se decretara el estado de alarma, encontró a una paisana con la que hizo buenas migas, que ahora le deja pasar las noches en su piso. “Fue una suerte dar con ella”, reconoce. Aún así, la meta ansiada no la ha alcanzado. Asegura estar buscando, con ayuda de un trabajador social, ofertas de empleo; admite que “hay muchas de supermercados, pero como no estoy regularizado no me contratan, y hay que rellenar formularios por Internet”. Justo en el momento en que habla con DIARIO DE AVISOS, suena su teléfono móvil. Se aleja unos metros y, rápidamente, corre a buscar unos documentos en su mochila. Al finalizar la llamada, dice con una ligera sonrisa dibujada en la cara: “Me acaban de llamar para arreglar los papeles, para la ayuda de emergencia”.

Algo menos de suerte tuvieron María del Carmen y Alejandro. Ella ha sido asistente de geriátrico y camarera, mientras él se ha dedicado a pintar casas. Ambos, en el paro y con una prestación cercana a los 300 euros, vivían en el barrio del Perú. Según explican, “teníamos alquilada una habitación pero sin contrato”. Una fragilidad legal a la que, afirman, se aferró su casero para echarlos en medio de la crisis sanitaria. En cuestión de horas, se vieron durmiendo a ras de suelo, sin un techo bajo el que refugiarse. Aseveran que un sacerdote les guarda parte de sus pertenencias en la sacristía, a modo de favor, por lo que tan solo conservan unos pocos enseres que llevan en dos bolsas plásticas. “La primera noche nos echamos en el césped del Parque de La Granja, hasta que se encendieron los aspersores”, detalla la pareja.

Alejandro, que ya era conocido por el personal de Cruz Roja y Cáritas por solicitar alimentos, cabizbajo, admite que en más de una ocasión ha robado comida en un supermercado. “No ha sido por lucro, sino porque no me quiero quedar sin comer”, comenta. Al ser preguntados por el motivo que hizo que su siguiente parada en tan errante episodio vital fuera el Pancho Camurria, concretan que al estar cerca del albergue santacrucero, al menos tienen oportunidad de que, una vez al día, les den una bolsa con un par de cartones de zumo, yogures, fruta, agua… Además, aseguran que fue gracias a otra de las víctimas de una sociedad que muchas veces decide mirar para otro lado, que pudieron conseguir una colchoneta sobre la que dormir. “Gracias a este señor, que nos prestó su colchón”, dice María del Carmen señalando a Óscar, un habitual del entorno.

EL CUIDADOR

Habiendo trabajado como auxiliar de geriatría, problemas con el alcohol, unidos a una fuerte depresión, condujeron a Óscar al sinhogarismo. El Ayuntamiento capitalino, que conoce su caso y le presta apoyo psicológico, le tendió la mano: “Me ofrecieron ir al Pabellón Quico Cabrera [habilitado con 25 plazas por el aumento de sin techo debido al coronavirus], pero como tengo conocimientos sanitarios prefiero quedarme aquí y atender a la gente; si veo a alguien con síntomas, sé que tengo que avisar”. E insiste en que quede reflejado su agradecimiento hacia “el señor Félix, de la Unipol” porque “se ha portado muy bien con nosotros”.

EL NEGRO DE LA BICI

Pero si hay una persona que lleva mucho tiempo instalada en los anexos del complejo deportivo es Moisés, que se ha ganado el respeto de su improvisada familia callejera por demostrar un increíble tesón. Se define a sí mismo como “el negro de la bici”, ya que es el medio que emplea para desplazarse por la ciudad. “Recojo cosas que la gente no usa, las limpio, las reparo y las vendo en el rastro los domingos”, explica. Llegó a las Islas a finales de los 90 con el sueño de un mejor porvenir, y trabajó durante mucho tiempo en el sector del cemento. De hecho, sale de la chabola en la que reside, construida con sus propias manos hace siete años, con varios documentos en los que figura su historia laboral, para dar veracidad a uno de tantos relatos del terrero que cuestan digerir.

Cuando explotó la burbuja inmobiliaria, aclara que tuvo que abandonar la vivienda que se había comprado en Las Chumberas, puesto que no podía afrontar el coste de la hipoteca. Entonces vio como, tras haber emigrado de Sierra Leona, trabajado de sol a sol cargando bloques para hacer viviendas en España, el fruto de su esfuerzo se venía al suelo. Aún así, lejos de permitir que su ánimo también decayera, optó por hacer unos nuevos cimientos, improvisando una casa que durante el último cuatrienio no ha contado con acceso al tendido eléctrico.

De lo que sí es consciente es de que se trata de una situación transitoria que se está prolongando más de lo que debería. “¿Cómo puedes tener una vida digna sin trabajo?”, se pregunta.

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