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Lo que no logró ni Franco

Tras largas décadas de celebración, la pandemia obliga a suspender el Carnaval chicharrero, pero la fiesta ha sabido lidiar contra la adversidad desde 1778

“No parece prudente privarle de esta fiesta a la que están acostumbrados”, terminó por comprender en 1814 el entonces alcalde de Santa Cruz de Tenerife, José María de Villa, haciendo gala de una inesperada tolerancia por parte de quien, 11 años antes y nada más llegar al cargo, se presentó ante la sociedad chicharrera de la peor manera posible, dado que prohibió las máscaras, tanto en público como en casas particulares.

No fue Villa el primero ni, desde luego, el último representante de los poderes establecidos durante más de dos siglos que pretendió lo que finalmente se ha demostrado como imposible: que los santacruceros dejen de celebrar su Carnaval, esa libertina válvula de escape que les compensa por todo un año. Pese a la represión o la calamidad, el pueblo supo conservar una fiesta de la que ya se tiene constancia en 1778 y que finalmente se ha convertido en el santo y seña de la ciudad en todo el planeta.

Ahora, un enemigo microscópico pero temible, el coronavirus, que lo ha vuelto todo del revés, ha obligado a suspender los bailes multitudinarios en la calle del año que viene y, por ende, el Carnaval en sí. Algo que no logró ni la dictadura franquista, y que pone fin a 83 años ininterrumpidos, dado que hay que remontarse a la dura realidad del periodo de entreguerras, en 1937, para encontrar la anterior suspensión de la fiesta chicharrera por excelencia.
De la mano del cronista oficial de Santa Cruz de Tenerife, José Manuel Ledesma, sabemos de aquellos primeros bailes que la burguesía chicharrera comenzó a celebrar en sus domicilios mientras que la gente del pueblo se divertía en la calle. Era a finales del siglo XVIII y, como ahora, tenían su razón de ser en crear ocasiones para que los hombres y las mujeres pudieran relacionarse. “Las mujeres -tapadas-, cubriéndose el rostro con el celaje de las mantillas, se acercaban a los galanes para pedir la feria, es decir, solicitarle un regalo, lo que daba lugar al inicio de una conversación. Mientras que los hombres -embozados-, disimulando su identidad tras la vuelta de su capa y bajo las sombras del ala del sombrero, aprovechaban este momento para decirle sus galanterías a las damas”, relata Ledesma.

La entonces incipiente fiesta santacrucera se topa pronto con las autoridades y, como disfrazarse en Carnavales no estaba bien visto por la autoridad civil y menos por la religiosa, en 1792, para evitar y prevenir escándalos, comenzaron a publicarse bandos que prohibían esta práctica, una represión que, en mayor o menor medida, amenazaron al Carnaval prácticamente hasta que se oficializaron en 1961 bajo la denominación de Fiestas de Invierno.

Así sucedió durante todo el siglo XIX, con ejemplos como el citado alcalde que al llegar quiso acabar con estas diversiones y terminó por asumir la inquebrantable voluntad popular de mantener su fiesta. Si Villa comprendió que “la persona que se disfraza nunca ha dado desorden, pues es bien conocida la docilidad y comedimiento del vecindario de este pueblo, motivo por el que no parece prudente privarle de esta fiesta a la que están acostumbrados”, otros como el comandante general Carlos O´Donnell (padre del que fuera presidente del Gobierno español, Leopoldo O´Donnell), no le fueron a la saga. Así, cuando otro alcalde, Nicolás González Sopranis, le pide al militar que prohíba los carnavales, este le contesta que “este es un pueblo pacífico y bastará con que algunas patrullas celen y guarden el orden”. Esta forma de represión perduró hasta 1838, año en que se endurecieron las sanciones, detalla el cronista oficial.

“En los primeros años del siglo XX, aún se mantenían las prohibiciones de las máscaras pero, con una política de tolerancia, más o menos vigilada, mientras que los bailes de disfraces continuaban celebrándose en las sociedades, aunque de forma camuflada”, continúa en su relato Ledesma, antes de llegar a uno de los momentos más importantes de la fiesta capitalina.

Es en 1931, en plena República, cuando al fin los Carnavales fueron declarados Fiestas Oficiales de Santa Cruz, constituyéndose por primera vez una comisión de Fiestas del Carnaval. Llegaron las guerras, que motivaron la citada suspensión de 1937, y la dictadura, por lo que desde el año siguiente se tuvo que celebrar el Carnaval de forma clandestina.

El nivel de represión dependía del gobernador civil de turno, pero, aclara Ledesma, “la mayoría de ellos, después de publicar el bando con las prohibiciones pertinentes, se marchaba de la ciudad con la excusa de un ineludible viaje al sur de la Isla”, para alegría de los carnavaleros de la capital.
Finalmente, la unión de fuerzas entre otro gobernador civil, Manuel Ballesteros, el obispo Domingo Pérez Cáceres y el responsable del turismo, Opelio Rodríguez Peña, terminaron por doblegar el recelo franquista con las llamadas Fiestas de Invierno, paso previo a la gran transformación del Carnaval chicharrero, que con la democracia creció hasta ser la gran fiesta internacional que es hoy, y que seguirá siendo pese a todo.

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