
Han pasado veinte años desde que mi padre murió. Pero cuando sueño con él, lo siento tan cerca, que no puedo evitar buscar todo tipo de esotéricas explicaciones de psicología junguiana. El otro día caminábamos por Las Burras, la playa de los veranos de mi infancia, en Gran Canaria, y yo le reprochaba, con mucho más amor que enfado, que se hubiera marchado tan pronto y me hubiera dejado tan solo y desorientado. Creo que estas Navidades tan raras están agitando algunas aguas profundas.
Cuando uno pierde joven a su padre, yo lo hice con 20 años, se le agudiza el sentido de la memoria. Como yo no puedo verlo de abuelo o discutir con él los pormenores de esta pandemia, siempre tengo que acudir a momentos de otra época para ‘recuperarlo’. Y muchas veces es alrededor de una comida: cuando la preparaba él, durante el fin de semana, tomando una cerveza; en la sobremesa, charlando de la vida y la política; fuera de casa, con la familia o algunos amigos. Podría decir mil cosas buenas sobre mi padre, pero eso probablemente solo nos interese a los que lo quisimos. Sin embargo, hay una cosa sí me apetece compartir, y es que nunca tuvo afán de protagonismo. Muy concienciado políticamente, fue militante del Partido Socialista Popular de Tierno Galván en la Transición y luego del PSOE, y siempre lo recuerdo echando un cabo en lo que podía, sin buscar nada a cambio, disfrutando del aprecio de su gente y honrando una definición de socialismo tan poco dogmática como contundente: “Ser socialista es intentar que el mayor número de personas viva lo mejor posible”.
Me encantaría hablar con mi padre de la evolución de Felipe González, a quien él admiró, y a quien yo pude escuchar el otro día en una conferencia online que dio para inaugurar un ciclo organizado por el Consejo Social de la Universidad de La Laguna. Siempre es interesante escuchar a Felipe González, hace reflexiones lúcidas, y desacreditar sin más lo que dice por el hecho de que se haya aburguesado en medio de sus múltiples contradicciones, no deja de ser una simpleza. Pero me llama la atención la ironía y el resabio con el que González habla de las nuevas generaciones que dirigen el país, también su partido.
El expresidente, que tiene 78 años, como Biden -lo nombró dos veces durante su conferencia- no habla como un humilde y viejo maestro que aporta su saber a las generaciones más jóvenes que tienen que pavimentar el presente y el futuro. Como hacía Ramón Rubial en el PSOE o hacen los ancianos venerables de las tribus indígenas de las pelis, a quienes los jóvenes dirigentes van a pedir consejo. González habla como si los nuevos dirigentes no supieran nada. Y obviando un hecho fundamental: cada generación necesita sus propias experiencias, también sus errores, para seguir adelante.
Una de las buenas cosas del avance científico es que la gente de cierta edad puede sentirse joven y vigorosa, a pesar de los años. Una de las malas es que ese vigor les puede dar la sensación de que tienen que estar siempre en primera línea. La transmisión del conocimiento de una generación a otra es básica para cuidar y acumular el saber. La generosidad intergeneracional es fundamental también para que las sociedades avancen. El mundo es mejor porque hubo maestros que se detuvieron a enseñar a sus discípulos a que encontraran su camino. Y habría que preguntarse si los que tuvieron maestros han sabido ser maestros ellos mismos.
La vida no se entiende igual desde la estabilidad y el sosiego que desde la precariedad en la que se han fraguado las últimas generaciones de jóvenes. Las universidades están llenas de profesores titulares de cierta edad con trabajo estable y buen sueldo que conviven con asociados y ayudantes cuarentones que llevan años encadenando contratos temporales con sueldos bajísimos. Y así, en miles de trabajos, también en el periodismo.
Me habría encantado hablar de esto con mi padre, pero se fue demasiado pronto.