Leer El País es como descubrir el alma oculta del Gobierno. Recientemente encabezaba su edición diciendo que “el Supremo pide a Italia medidas para que Puigdemont no esquive de nuevo a la justicia”, y más abajo: “Italia cree que Llarena presiona al tribunal de Sassari”. Es curioso que el juez se haya convertido en un usurpador de la política exterior y actúe directamente frente al Estado italiano. Lo que se deduce de la información es esto y, por tanto, es lo que Moncloa quiere que se entienda de este conflicto de carácter estrictamente jurídico. Al final se trata de sugerir que el perverso juez español está empeñado en desbaratar los planes de pacificación de Cataluña que no son otra cosa que allanar el camino para que Sánchez pueda aprobar sus presupuestos. Lo que ocurre en España de un tiempo a esta parte es conocido por todos los ciudadanos, a pesar de que la prensa se ocupe de explicarlo de otra manera.
Suponer que Italia, el Gobierno italiano, es la vía para “presionar” a los tribunales equivale a acusarlo de saltarse la independencia de los tres poderes como se exige en la carta de buen comportamiento democrático que rige en las instituciones europeas. No queda bien Italia en esta foto, como tampoco lo ha hecho nuestro ministerio de justicia soltando a la abogacía del Estado para intervenir en un asunto tan delicado como es el de que se cumplan los autos judiciales sin la intromisión del poder ejecutivo. La pregunta pertinente es dónde está el interés del Estado, en la aplicación de las leyes, sea quien sea el afectado, como se declaró hace escasos días por parte del Ejecutivo cuando Puigdemont fue detenido en Cerdeña, o en forzar el fracaso de la intervención de nuestros tribunales porque lo que persiguen no es conveniente en los plazos actuales. Más adelante ya se verá. Por ahora, no.
Alguien puede pensar, por el contrario, que El País (la Moncloa) tiene razón y el juez Llarena representa a la oposición que quiere truncar a toda costa las iniciativas del Gobierno creando una crisis política que lleve a un adelanto de las elecciones. Si a esto lo mezclamos con la negativa a renovar la cúpula del poder judicial empezaremos a entender dónde se sitúa el problema. Unos creen que con otros jueces no tendrían ningún obstáculo para conseguir sus objetivos, y los otros también. Entonces por qué no se acomete la modificación del sistema de elección de sus señorías. La respuesta está en que ambas partes se sienten cómodas con el sistema existente. La cuestión es que la diversificación actual, bastante alejada del bipartidismo tradicional, no ofrece las mismas garantías de equilibrio y alternancia que se disfrutaban anteriormente.
La situación política está haciendo mucho daño a las instituciones del país. Una de las más afectadas es la encargada de ofrecer una información limpia e imparcial, esa que se empeña en convertir a los autos judiciales en atentados al quehacer político. En el mismo periódico podemos ver un artículo de Brunet hablando de la declaración del estado de excepción en la isla de La Palma, todo por el varapalo dado por el Constitucional a la alarma declarada durante la pandemia. Parece como si alguien tuviera una espina clavada en el corazón que no se podrá quitar hasta tener al recurrente de Pérez Royo sentado al frente de todos los tribunales. En el debate electoral se prometió que a Puigdemont lo traerían cogido por las orejas. Hoy vemos que eso no va a pasar. Hablamos de diálogo, de normalización, de pacificación, pero se trata únicamente de la conveniencia para que el presidente salve su poltrona, cada vez menos apuntalada en la sensatez y sobrecargada por el lastre de los desafueros. Vivimos en un aplazamiento hasta el día en que el peso se haga insoportable, aunque siempre nos quedará el recurso del enfrentamiento por el conflicto ideológico y social. Ojalá que nunca sea así