
Araceli Cano presumía de sus raíces. “Nacida y casada hace 66 años en Arona” fue la primera frase que salió de sus labios, en junio pasado, cuando nos citamos con ella y su prima Guadalupe Frías en la Casa de la Bodega para un reportaje sobre antiguas costumbres en el municipio. En aquel diálogo, al que también asistió el concejal de Patrimonio Histórico, José Alberto Delgado, descubrimos a dos personas con una prodigiosa memoria y un gran sentido del humor.
El fallecimiento a los 93 años de Araceli, la semana pasada, ha dejado un gran vacío en el casco de Arona, donde era muy querida. Antes de partir dejó gran parte de sus recuerdos y su voz en un cofre que el Ayuntamiento cuida como un tesoro: un atlas de patrimonio inmaterial para salvaguardar los conocimientos, costumbres, oficios, expresiones e historias. El proyecto, aún en marcha, se basa en el relato de los mayores del municipio y gracias a sus testimonios se podrá dibujar un mapa sonoro y gráfico que contribuirá a reforzar el sentimiento de identidad.
“Recordar siempre es bonito y las tradiciones no hay que olvidarlas”, decía Araceli, que revivía con pasión los años de infancia en los que “jugábamos al tejo, a la soga y a muñequitos que hacíamos con pencas, porque no había para comprar… Éramos felices a nuestra manera”. Rememoraba su etapa de juventud, “cuando aprendíamos a hacer rosetas (un tipo de encaje de aguja sobre almohadilla característico del Sur en los siglos XIX y XX) para vender y comprarnos algún trajito. Éramos chicas, no había otra”.
La habilidad de Araceli con la aguja y el hilo –siguió cosiendo en la ventana de su casa hasta el final de sus días- quedó acreditada con el título de corte y confección obtenido en 1951 con nota de sobresaliente. Fue la primera maestra oficial en el municipio para impartir clases de costura, su gran pasión. Guadalupe explicó que su prima “hacía unos trajes muy bonitos” para ir a los bailes, “no como ahora, que las chicas van medio desnudas”.

Araceli contaba que conoció “siendo chica” a su marido, Francisco, que aún vive. “Éramos vecinos, la casa de él daba a naciente y la mía a poniente, íbamos a la escuela juntos y a los 25 años nos enamoramos; el 7 de julio cumplimos 66 años de casados”. Tuvieron tres hijos, Paco, Conrado y Domingo, “a cual mejor, nunca me han dado una queja”.
Cuando se le preguntaba por el secreto de su longevidad y su buen estado de salud respondía: “la leche y gofio, que alarga la vida”. El alimento típico canario no faltaba en su dieta diaria y matizaba que a mediados del siglo pasado “no había yogures ni nada de eso” y que a ella no le gustaban los “potingues”.
También recordaba las visitas de don Manuel Cabrera, el único médico al que se avisaba cuando un vecino enfermaba. “En aquellos años no había practicante y muchas familias hacían rezados, en eso nos hacían creer”.
“Aunque tenía un marcapasos, gozaba de buena salud y se le veía en la ventana haciendo rosetas”, manifestó ayer a este periódico el concejal José Alberto Delgado, con quien Araceli y sus primas Guadalupe y Amada recorrían los lugares en los que jugaban de pequeñas. “Lo agradecían mucho después del confinamiento y les entusiasmaba recordar su infancia y juventud. Me enseñaban dónde jugaban, dónde bailaban, dónde paseaban…”, indicó el edil.
Araceli se fue, pero antes dejó su mejor regalo: un relato que Arona siempre agradecerá. Quienes la conocieron la recordarán siempre con cariño. El mismo que ella transmitía en sus comentarios y sus acciones. “Mi casa está ahí para cuando quiera tomar café”, fue la última frase que nos dirigió después de casi una hora de conversación.