cuadernos de la periferia

Ocurrió en Canarias y fue una muestra genuina de espíritu democrático

Casi dos años después de la crisis migratoria que se desencadenó en 2020, no conviene olvidar la respuesta ejemplar y solidaria que dieron muchos ciudadanos
espíritu democrático
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Un grupo de migrantes se manifiestan en Las Raíces con el apoyo de ciudadanos de la Isla. Sergio Méndez

Hay, cerca de mi casa, un banco de madera donde, cada mañana, se ponen a hablar algunos parroquianos del barrio. Por allí pude escuchar, en lo peor de la crisis migratoria de 2020, comentarios temerosos con las llegadas en patera a las Islas que derivaron en el caos humanitario que se contemplaba en las imágenes de hacinamiento del Muelle de Arguineguín, en una muestra de ineficiencia y desinterés por parte del Gobierno central. En ese mismo banco pude ver, meses después, cómo algunos se acercaban a charlar y vacilar con los jóvenes africanos que, una vez abiertos los macrocampamentos de migrantes en La Laguna, buscaban los puntos estratégicos donde intentar vender sus pulseras.

El día a día de la crisis migratoria se relató entonces en decenas de artículos, pero no creo que hayamos destacado lo suficiente el ejemplo que dio en ese momento una parte de la sociedad civil canaria. La necesidad de ayudar hizo que muchos se organizaran para reclamar un trato digno a las personas migrantes, al mismo tiempo que desplegaban un enorme esfuerzo logístico para mejorar sus condiciones de vida, especialmente en el gélido campamento de Las Raíces, donde los usuarios se quejaban del frío y la mala calidad de la comida.

De paso, ayudaron a apagar, con el contundente ejemplo de su entrega, los conatos xenófobos que hubo en la sociedad isleña, con visita de los dirigentes de Vox incluida para calentar los ánimos. También contribuyeron a evitar que las Islas se convirtieran en un zona de contención migratoria, objetivo nunca explicitado por el Ejecutivo central y las autoridades de la U.E, pero fácil de adivinar a tenor del ‘tapón’ que se creó en Canarias; en esa labor fueron esenciales juristas de algunas organizaciones y los informes del Defensor del Pueblo, que hizo honor a sus funciones en defensa de los derechos fundamentales: si a un migrante no se le podía devolver a su país, había que dejarlo en libertad y que circulara libremente.

Pero lo más interesante fue constatar el error de los agoreros de la catástrofe apocalíptica. Ni hubo aumento de la criminalidad, según datos del Ministerio del Interior. Ni se hundieron las islas, ni la vida de nadie fue más o menos jodida por que centenares de africanos caminaran por la ciudad o comenzaran, en algunos casos, a estudiar o trabajar para construirse un futuro. Al atardecer, algunos migrantes se reunían en el lagunero Parque de La Vega para jugar pachangas futboleras, la venta de pulseras de hilo se multiplicó por infinito y la vida en el espacio urbano de esta bonita ciudad donde nací y vivo transcurrió con normalidad. Con toda la normalidad que es posible en estos tiempos.

En sus ‘Escritos Corsarios’, el cineasta Pier Paolo Pasolini tiene un texto de 1973 donde ya analizaba cómo la economía de consumo capitalista “pretende que las ideologías distintas de la del consumo sean inconcebibles. Un hedonismo neolaico, ciegamente olvidadizo de los valores humanistas y ciegamente ajeno a las ciencias humanas”. Según Passolini, esa economía “ha destruido todas las culturas periféricas que, hasta hace pocos años, aseguraban una vida propia, sustancialmente libre, incluso a las periferias más pobres o miserables”.

Sin embargo, una parte de la sociedad canaria pareció conectar, durante la crisis migratoria, con su propia historia migrante y popular, y fue capaz de ponerse en la piel de quienes han tenido que abandonar sus países huyendo de la guerra o simplemente buscando una opción mejor. A costa, a veces, de dejarse la vida en ese durísimo viaje, como hemos vuelto a ver estos días.

“A todos nos gusta tener un pecador al que poder expulsar y arrojar al desierto cuando nos conviene”, dice Anne Cavidge, personaje de espiritualidad atormentada en Monjas y soldados, una novela de la escritora Iris Murdoch. “Así es como nos liberamos de nuestro dolor: pensando que hay gente malvada por ahí”.

Porque está también la otra cara del asunto, la de un malestar social profundo que a veces se proyecta en el rechazo a los migrantes. Y que avanza de manera sostenida, como evidencia el buen resultado de la ultraderecha en Francia y ya demostraron en su momento el triunfo del brexit o de Trump. O los dos diputados por Canarias que ya tiene Vox en las Cortes generales. Enfrente, unas élites políticas que aseguran creer en la democracia pero que evitan impulsar una profunda redistribución de la riqueza para mejorar las condiciones estructurales que generan tanto dolor social.

Eso no implica, sin embargo, que no celebremos las batallas ganadas. Ni que dejemos de señalar que, más allá de las venenosas burbujas que nacen de las redes sociales y del periodismo de trinchera, hay espacio para salir de los muros del prejuicio.

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