Miguel Hernández García nació en el núcleo de la Cruz Santa, en Los Realejos. Era uno de los jóvenes que en los años 50 hacían el trayecto a caballo o a pie hasta el municipio vecino de San Juan de la Rambla para ir a los bailes donde supuestamente estaban las mujeres más bonitas. “Aunque la más guapa de toda la Isla me la llevé yo”, afirma.
Lo hacía con el beneplácito de su padre, que era cómplice de todos sus encuentros y de su historia de amor con Etelvina, a quien conoció el 29 de septiembre de 1954, “el día de San Miguel y San Rafael”, precisa.
Ese día, la orquesta de su pueblo fue a tocar a San Juan de la Rambla y Miguel se sumó en el camión. Ella era una de las integrantes de la comisión que organizaba la fiesta para comprar la campana de la iglesia de San Rafael, frente a El Calvario.
Era la primera vez que hablaban y bailaban pero no la última, porque a partir de ese día se propuso a sí mismo “buscarse la vida para volver a verla”. El fin de año aprovechó que había baile en la escuela y la orquesta bajaba y se sumó nuevamente. Según llegó, se la encontró de frente sentada con la madre. El día 1 volvió y ya nunca más se volvieron a separar.
“Ya vienen los crusanteros”, decía ella con sus tías, mientras los observaban por el camino que actualmente es la carretera, donde antes ni siquiera pasaban coches y por donde daban largos paseos cuando eran novios.
Miguel hacía de todo para verla, hasta se subía en los coches de Correos. La vuelta a su casa no era fácil. Salía a la una de la madrugada de San Juan de la Rambla y se pasaba casi dos horas caminando por la carretera. “Desde el mirador de San Pedro hasta la Cruz Santa era todo subida, así que aprovechaba cuando venía un camión de pinocha y me colgaba para que me llevara”, apunta.
Haberla conocido no cambió sus planes de emigrar a Venezuela “para destetarse de sus padres” y probar suerte como muchos canarios de la época porque tenía claro que volvería a casarse con ella.
Etelvina González Martín lo esperó casi tres años. “Me escribía un montón de cartas, casi todos los días recibía una”, cuenta.
En el país andino Miguel hizo de todo para ganar dinero. Trabajó de chófer con la famosa actriz de cine Margot Antillano. Ese fin de año se organizó una cena en la casa de la artista, a la que fue invitado Raúl Soulés Baldó, un prestigioso médico que fue ministro de Sanidad y luego secretario de la presidencia del general Marcos Pérez Jiménez. Miguel sirvió la mesa. “Cuando el ministro me vio no me quitaba los ojos y a los siete días me mandó a buscar. Yo ganaba 500 bolívares y él me ofreció 1.000 que era mucho dinero en esa época, porque el cambio estaba el cambio a la peseta estaba a 37, así que con los ojos cerrados me fui con él”.
Pero Etelvina seguía en su cabeza así que a los pocos meses de estar trabajando juntos le pidió permiso para regresar a Tenerife y casarse con ella. El 1 de septiembre de 1957 llegó a Tenerife y ese mismo día les pidió a ambas familias que se sentaran “para que no se cayeran de la silla” que tenía que darles una noticia. Así, sin más, les dijo a sus futuros suegros que prepararan a su hija porque se casaban el 15 de enero y el 30 se volvía a para Venezuela. Todavía no sabe cómo se le ocurrió esa fecha. Llevan 67 años juntos y lo cuentan con una complicidad envidiable, orgullosos el uno del otro.
Estuvieron 22 días casados y Miguel regresó a América. De camino, navegando, cayó el Gobierno de Marcos Pérez Jiménez, Soulés Baldó dejó de ser ministro y él perdió su trabajo.
Sin embargo, la suerte le jugó una buena pasada y fue el inicio de una próspera carrera comercial. Había llevado unas cajas de coñac y unos reunidos (colorantes) que vendió y con ese dinero compró un furgón y empezó a vender papas, frutas y todo lo que encontraba, pero a los ocho meses tuvo que viajar obligado a Canarias porque falleció su padre.
Su progenitor le dejó en herencia al matrimonio la casa en la que vivía y ya se quedó para siempre. Vendió las vacas, papas y vino que tenía, y como conocía el negocio, quiso repetir suerte: adquirió un furgón y se dedicó a vender vinos y papas. Con lo que ganó, compraron un solar en la Cruz Santa, construyeron poco a poco su casa y una gran familia formada por ocho hijos -cinco varones y tres mujeres- que les han dado ocho nietos y cuatro bisnietos.
“Tuvo que pagarme todas las penas que me hizo pasar de novios”, bromea Miguel, mientras su esposa se sonroja.
El negocio fue creciendo y este crusantero llegó a convertirse en el principal mayorista de frutas y verduras de la Isla. Abrió un guachinche en la Cruz Santa y en tan solo cuatro meses vendió más de 40.000 litros de vino que compró a toda la familia. Adquirió una finca en El Mazapé, después tuvo unos socios de Venezuela con los que compró la zona industrial de Los Príncipes, en Los Realejos, y realizó una operación frustrada de 5.550 millones de pesetas con dos barcos para África – uno para Zaire y otro para Guinea Conakry- en los que llevó coches, ropa, alimentación y cerdos.
Pero la sociedad tambaleó, los bancos le cayeron encima y perdió todo. Ana, su hija mayor, recuerda que cuando sus padres tenían dinero “todo eran flores y puros” y después ambos les pedían a sus hijos que no cogieran el teléfono porque la presión de los bancos era tremenda. “Nosotros lo sufrimos, mi madre llamaba a África a cada rato, no lograba conectar, se quedaba con nosotros jugando al parchís hasta las dos de la madrugada. Nos quitaron la casa, nos vimos obligados a cambiar de colegio y nos quitaron de nuestro entorno”, se lamenta.
Pero Miguel era un hombre de negocios y como tal, era una persona previsora. Con un dinero que tenía guardado a plazo fijo pudo comprar la casa en la que actualmente vive la pareja en La Laguna y en la que montó un supermercado y volvió a empezar, porque si a algo nunca tuvo miedo es al trabajo.
Puso una agencia de coches en Santa Cruz, trabajó tres años hasta con ayuda de su hija mayor, volvió a hacer lo que mejor sabía: vender vino, papas, gofio y fruta en Fuerteventura, donde Ana había ido a trabajar como profesora de kárate. A los 67 años dijo que “ya estaba bien” de barcos y se jubiló.
Migue -como lo llama ella- tiene 85 años. Después de todo lo vivido una de las cosas de la que más disfrutan es de pasear por San Juan de la Rambla, tomarse un café, hablar con los vecinos y recordar viejas épocas. Eso sí, siempre con Etelvina, quien “se enorgullece de haber nacido en un pueblo tranquilo y bonito, toda la vida me ha encantado, y además sigo teniendo familia aquí”, añade.