La muerte se ha llevado a un amigo, Carlos Gaviño de Franchy. Creo que estaba a punto de cumplir los 70. En la última entrevista que tuvimos, el 10 de junio de 2019 reímos mucho. Fue en Los Limoneros, claro, donde Carlos se hinchó de papas negras, se comió un cuarto de kilo. Y no hizo sino elogiar la jodida papa negra durante toda la comida.
Me contó que se había jubilado como editor “porque le salió de los cojones” y que había dejado todo en manos de su hija Claudia, que lo hace tan bien como él. Me contó que lo que le apetecía era pasear la perrita y mirar para los celajes. Carlos se convirtió, de la noche a la mañana, en un viejo carrucho, por culpa de la puta enfermedad que se lo llevó a la tumba. Qué pena, siempre se van los mejores; las mejores personas y la gente de mayor valía.
Carlos me contó entonces que un tío suyo vivió tan deprisa que se murió a los 30 años, me habló de los orígenes de su familia y de los de su mujer, María Teresa Mariz Lojendio, y me dijo que su legado más preciado eran sus hijas.
Pertenecía Carlos Gaviño a la Academia Canaria de Bellas Artes de San Miguel, había sido presidente del Círculo de Bellas Artes y era un verdadero artista en la edición de libros primorosos. Era un editor nato y tenía en su casa documentos originales importantísimos y las firmas, también originales, de poetas, escritores, historiadores, todos ellos fundamentales en la historia de Canarias.
A pesar de su quehacer, llamémosle manual, no renegaba del libro electrónico y se preguntaba: “¿Cómo le vamos a negar su espacio al progreso, a la técnica? Es imposible. Tenemos que rendirnos a ella”.
Carlos Gaviño de Franchy era ocurrente, rápido, sincero, tremendamente sincero, y le gustaba poner frases cortas en sus sentencias sobre las personas. Sabía más que nadie de todo y de lo que no sabía se lo inventaba con una gracia poco común.
Como amigo era perfecto porque quería tanto a sus amigos como despreciaba a sus enemigos, que eran también bastantes. A algunos los despachó antes que él, otros se han quedado aquí.
Murió en su casa, como siempre quiso, en compañía de sus hijas, Claudia y Carlota, y de su mujer, María Teresa Mariz. Era la compañía más deseada para su última hora.
Porque a pesar de los avatares de su vida, azarosa, Carlos era hogareño y más en los últimos años, en los que se había refugiado entre sus papeles viejos y repasando sus recuerdos. Detrás de su fingido mal genio había mucho humor y muchas ganas de vivir, pero desgraciadamente uno está siempre en manos de la muerte y la muerte se lo llevó en la noche del 23 de diciembre, en las vísperas de la Navidad. Descanse en paz y su familia reciba mi abrazo más sincero.