Entre las calles Nava y Grimón y Viana se encuentra esta peculiar travesía peatonal adoquinada y con bancos de piedra que, desde el 30 de octubre del año 2019, se denomina Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, por acuerdo de la Comisión de Presidencia y Planificación del Ayuntamiento de San Cristóbal de La Laguna, reunida el mes de abril de 2015. Este nombre se debe a los méritos contraídos por esta bicentenaria institución que nació en La Laguna el 15 de febrero de 1777, durante la mitad del reinado de Carlos III. A esta calle se le conoce popularmente como el “callejón de las monjas”, aunque su nombre oficial fue primero La Palma y durante el franquismo Ernesto Ascanio y León Huerta.
Por acuerdo entre el Cabildo y la Orden franciscana, residente en La Laguna, firmado en 1546, las monjas ocuparon durante más de 30 años el monasterio de San Miguel de las Victorias, propiedad de los frailes. Años más tarde se produce un pleito que se prolonga en el tiempo y finaliza con la sentencia de Pío V a favor de los religiosos, que obliga a las clarisas a restituir, en el plazo de 3 años, el convento de San Miguel a sus legítimos propietarios, que se encontraban instalados en el Hospital de San Sebastián (Asilo de Ancianos).
El Cabildo, ante la posibilidad de tener que volverse a la península las religiosas e integrarse en otros conventos de su orden, previa licencia real del 30 de julio de 1575, a cambio de nombrar dos monjas sin dote, señala para construir el monasterio “dos suertes de tierra, cada una de 8 fanegas de sembradura, de las que debía ser usufructuario por diez años”. La escritura de fundación se otorgaría el 23 de febrero de 1579.
Doña Olaya Fonte del Castillo, viuda del doctor y regidor, don Juan Fiesco, a cambio de admitir por monja a tres de sus hijas, y concederle a ella y a sus herederos un asiento junto al arco principal de la iglesia y una sepultura en la capilla mayor, se obliga a fabricarle el templo y casas de habitación, quedando resuelto el problema. En un pequeño callejón situado próximo a la calle El Pino (Viana), se comienza a construir el futuro convento de las Clarisas, este espacio no se refleja como calle en el plano de Torriani de 1588. Para conectar el callejón con la cercana calle El Agua (Nava y Grimón) hubo que comprar y tirar unas viviendas y quitar una palmera, que dio nombre a la calle. En 1674 Benito Hernández Perera dotó la fiesta de Santa Teresa en este monasterio y dispuso que se celebrase una procesión.
En el lado derecho de esta calle se encuentra el convento de Santa Clara, cuyas obras se realizaron en un corto espacio de tiempo, de tal modo que el día 21 de diciembre de 1577, las monjas pudieron trasladarse a su nuevo monasterio, procedentes del convento franciscano de San Miguel de las Victorias, donde estuvieron de forma provisional desde el año 1547, cuando diez religiosas de esa orden llegaron a la ciudad de La Laguna, procedentes de los monasterios Urbanistas de San Antonio de Baeza y Regina Coeli de San Lucas de Barrameda. Este edificio, que ocupa la totalidad de la manzana, tiene su entrada principal donde se encuentra la iglesia del monasterio, dando frente a esta calle. Destaca un torreón en la esquina de esta vía con Viana que se remata con un mirador o ajimez canario-andaluz fabricado en 1717. Este convento, consagrado a San Juan Bautista, de muros gruesos y altos, tiene dos bellos patios ajardinados que se comunican con la iglesia.
Desde su fundación la comunidad religiosa de Santa Clara tuvo un crecimiento muy importante tanto en religiosas como en renta, de tal manera que en el siglo XVII llegó a tener en torno a 150 religiosas.
La noche del 2 de junio de 1697, un incendio destruyó gran parte del convento. Las religiosas clarisas fueron acogidas provisionalmente en el cercano monasterio de Santa Catalina. Tras la rápida restauración, gracias al alarife Diego de Miranda, en 1700 la iglesia estaba terminada y ya al culto.
En el pasado siglo XX la comunidad religiosa lagunera se mantuvo con cierta estabilidad incluso durante la guerra civil gracias al apoyo de la población lagunera. Sin embargo, a comienzo del último cuarto de ese siglo las condiciones climáticas, enfermedades de alguna de las monjas y la falta de medios económicos, llevó al convento a un estado casi ruinoso.
El entonces obispo de la Diócesis de San Cristóbal de La Laguna, don Damián Iguacén Borau, se dirige a la madre presidenta de la Federación Bética de la Orden Franciscana, el convento empezó a recibir ayuda temporal de varias comunidades peninsulares. La respuesta generosa de las religiosas palentinas de Santa Clara resultó fundamental para comenzar el largo camino de restauración que contó con la ayuda de las administraciones públicas tinerfeñas. Hoy la comunidad cuenta con casi una veintena de monjas, que junto a su labor espiritual, realizan la fabricación de las formas que posteriormente son consagradas en la totalidad de las misas que se celebran en la Isla. También atienden el Museo de Santa Clara de Arte Sacro.
En este convento de las clarisas laguneras, también se cumple la tradición que se remonta a la Edad Media, que consiste en llevar una docena de huevos al convento que la familia de la novia debe pedir a sus vecinos, para que no llueva el día de la boda, en algunas ocasiones se comenta la broma, de que si llueve ese día es porque no han llevado a las monjas los huevos suficientes.
El monasterio ocupa la totalidad del lado izquierdo de la calle, donde se encuentran las dos entradas a la iglesia. En el lado derecho, haciendo esquina con la calle Viana, el corsario Amaro Pargo tuvo una casa. En un principio este callejón era de tierra, más tarde se empedró y, finalmente durante la primera corporación democrática del Ayuntamiento lagunero (1979-1983), se pavimentó con los adoquines procedentes de las céntricas calles del casco, que estaban enterrados bajo el asfalto y se empezaron a instalar en plazas, callejones, etc.
En las tertulias laguneras que se celebraban en barberías, zapaterías y boticas, se contaba la anécdota del “general Fagón”, a quien entre sus múltiples ocupaciones le encargaron la limpieza del pozo negro del convento de las Monjas Claras. En uno de los descansos del trabajo, le preguntó a la superiora que si la afluencia al Seminario de jóvenes negros procedentes de Guinea era para que, una vez ordenados sacerdotes, pudieran poder oficiar las misas de duelo. La superiora le contestó con una generosa sonrisa.