Por Marcial Morera
Los cereales constituyen la base de la alimentación de buena parte de los seres vivos de la tierra; no solo de aves, rumiantes y otro tipo de bestias, sino incluso de los hombres. Pero, al contrario que los animales, por la propia naturaleza de su aparato digestivo, aquellos no pueden consumir el trigo, la cebada, el centeno, la avena, el arroz, el maíz y millo, etc., enteros ni crudos, sino que tienen que molerlos y cocerlos para facilitar su digestión; lo que, dicho sea de paso, ha dado lugar a toda una cultura laboral, gastronómica, comercial e industrial de un enorme calado material y espiritual. El orden de estos dos procesos (moltura y cocción) de los cereales para hacerlos fácilmente comestibles para los humanos ha estado condicionado tradicionalmente por los contextos de uso.
Cuando se prepara para consumir en casa, donde se dispone de cocina y hornos para su ulterior tratamiento culinario, se realiza, primero, la moltura, en molinos de mano, viento, agua o mecánicos, que proporcionan ese nutritivo polvo blanco que los hispanohablantes llaman harina, los franceses, poudre, los ingleses, flour, los rusos, muka, y los chinos, mianfén, y, después, la cocción, que se lleva a cabo en especialidades diversas, como panes, bizcochos, tortillas, torrijas, arepas, hallacas, bechameles, salsas, rebozados, etc. Es claro, por tanto, que, precisamente por estar elaborada a base de cereales crudos, la harina que nos ocupa no puede consumirse de forma directa, sino que debe someterse de una u otra manera a la acción del fuego, para hacerla comestible. De ahí sus enormes posibilidades culinarias, su enorme prestigio y su enorme difusión. Ni la cabaña de los pobres ni el palacio de los ricos es ajena a su elaboración y consumo.
Cuando se prepara para consumir en situaciones de vida doméstica precaria o fuera de casa, en los contextos laborales o deportivos propios de pastores, agricultores, peones, braceros, cazadores, baquianos, practicantes de deportes de aventura, militares y pescadores, donde no se dispone de cocinas ni hornos que permitan su elaboración culinaria, por el contrario, se realiza, primero, la cocción, generalmente en tostadores de barro o metálicos (callanas, los llaman en Argentina), y después, la moltura, igualmente en molinos de mano, viento, agua o mecánicos, que producen ese no menos nutritivo polvo más o menos dorado que los bereberes llaman buffi, los canarios, gofio, los argentinos y los chilenos, ñaco, los mejicanos, pinole o pinol (del nahualt pinolli ‘maíz molido y tostado’), los bolivianos, peruanos y ecuatorianos, máchica, los venezolanos, fororo, los colombianos, chancarina, y los tibetanos, tsampa.
Precisamente por estar elaborada con cereales tostados, la harina que nos ocupa se consume de forma directa, sin necesidad de ulterior tratamiento culinario. El buffi de los bereberes, que se elabora a base de cebada, suele usarse directamente disuelto en caldo, en una suerte de sopa que recibe el mismo nombre. El gofio de los canarios, que se elabora a base de cebada, trigo, millo y, en mucha menor medida, garbanzos o semilla de cosco seca, suele consumirse directamente de maneras muy diversas: en polvo, solo o mezclado con leche en polvo, cacao o azúcar; sobado o amasucado con aceite y azúcar; escaldado con caldo de pescado o de carne (los llamados escaldones); frito con un poquito de aceite; desleído en caldo, leche, vino, etc., en forma de rala más o menos espesa; como producto de repostería, en dulces, turrones, helados, cerveza, etc.; como rebozo de pescado; o amasado, solo o con trozos de queso (gofio berrendito), en zurrón o escudilla, y servido en forma de pella.
La pella de gofio es realmente el pan del canario tradicional que pasaba gran parte de su vida pastoreando cabras en el campo, trabajando las tierras o pescando en la mar, y, por extensión, del canario en general. En realidad, a esta especialidad de la gastronomía isleña sólo le falta la levadura, que es, como es de sobra sabido un ingrediente prescindible (los cristianos ultraortodoxos no la usan) del pan de toda la vida, para ser pan como Dios manda. Por eso la llama Unamuno “pan en esqueleto”, con toda la razón del mundo.
El ñaco de argentinos y chilenos, que se elabora a base de cebada, maíz o trigo, suele consumirse directamente en polvo (solo o aliñado con azúcar o sal) o mezclado con agua, leche, vino o aguardiente, que llaman ulpo, chupilca y pihuelo, respectivamente. El pinole o pinol mejicano, que se elabora a base de maíz, se consume directamente solo o mezclado con alguna bebida, que a veces se fermenta y produce esa especie de cerveza de baja graduación que los mejicanos llaman tecuín o tejuino (del náhualt tecuini ‘latir’). El fororo venezolano, que también se elabora a base de maíz, se consume de la misma forma que el pinole mejicano. El chancarina colombiano, que se elabora asimismo a base de maíz, se consume directamente en polvo, aliñado con azúcar, en formas de arepas o disuelto en alguna bebida, como el pinole mejicano y el fororo venezolano. Y el tsampa tibetano, que se elabora a base de trigo, frijoles, garbanzos, lentejas, soja, maní y plátano seco tostados, se consume directamente amasado con miel, en forma de bolas, que pueden conservarse hasta siete años.
Por estar cocidas y ser alimento de supervivencia de gente humilde, las harinas que nos ocupan tienen muchas menos posibilidades culinarias, difusión y prestigio que las harinas de cereales crudos. Es especialidad que sólo empleaban determinados pueblos del mundo, los pueblos del mundo que tenían dificultades para amasar todos los días, aunque hoy se ha adaptado a otros usos gastronómicos.

A pesar de poseer similares propiedades nutritivas, harina de cereales crudos y harina de cereales tostados desempeñan, pues, funciones prácticas distintas. La primera, que tiene muchas aplicaciones indirectas en la cocina, pero pocas aplicaciones directas en la mesa, es propia de contextos de vida sedentaria, donde existen cocinas y hornos para la necesaria cocción del cereal una vez molido, en la forma que se desee o se necesite. La segunda, que tiene muchas aplicaciones directas en la mesa, pero pocas aplicaciones indirectas en la cocina, de los contextos de vida nómada o no domésticos, donde no es habitual disponer de cocina u horno para su imprescindible tratamiento culinario, y, por tanto, debe llevarse alistada para el consumo desde casa. Es claro, por tanto, que, si bien es verdad que el orden de los factores que intervienen en la preparación de los cereales para la alimentación humana (moltura y cocción) no altera el producto final (tanto uno como otro son harinas), sí determina sus posibilidades culinarias y sus contextos de uso. Por lo demás, hay que decir que ambas harinas no son incompatibles, sino complementarias. Ni siquiera la sociedad canaria más tradicional, que se alimentaba básicamente de pellas de gofio y conduto, como dice el poeta, prescindía de la harina más convencional para hacer pan, aunque se trata de un lujo que solo podía permitirse en las fechas más señaladas.
De todo lo expuesto se deduce que la harina de cereales tostados (llámese gofio, ñaco, pinole, máchica o lo que sea) no es ni mucho menos un alimento rústico de pueblos salvajes o primitivos, como suele creerse habitualmente, sino una sutil invención del ingenio humano para satisfacer una necesidad ineludible: la necesidad ineludible de disponer del elemento básico de la sustentación del hombre, que es, como sabemos, la harina, en contextos donde no existe la posibilidad de proporcionar a esta la imprescindible cocción que la haga fácilmente digerible. Todo ello convierte a la harina de cereales tostados en digna merecedora no solo de que sea festejada por todo lo alto en los pueblos que la consumen, como ocurre en Argentina, donde se la homenajea una vez al año en su famosa Fiesta del Ñaco, sino incluso de que sea reconocida por la UNESCO como patrimonio tangible de la humanidad.
*Académico fundador de la Academia Canaria de la Lengua