Alfonso Ferrer recibió el reconocimiento como mejor impresor cuando solo tenía 17 años, un oficio que aprendió en el Taller Escuela de Formación Profesional, (actualmente Centro Integrado de Formación Profesional) Virgen de Candelaria, en Santa Cruz de Tenerife. Después, su maestro fue él mismo, porque tenía una habilidad especial para coger los tipos uno a uno en la caja y colocarlos en el componedor. Eran épocas en la que la imprenta era un arte que consistía en poner letra a letra para conformar el texto y luego imprimirlo manualmente.
Lo cuenta orgullosa su esposa, Ángeles Tavío Arvelo, porque a él los recuerdos se le borraron de golpe por culpa del Alzhéimer.
Su nombre completo es Viviano Alfonso Ángel Ignacio Ferrer Llanos pero ella lo llama Alfonso y en Tacoronte, donde vive desde hace 60 años, muchas personas lo conocen como ‘Ferrer’, como también se llamaba su imprenta.
El oficio le llegó casi por casualidad. Sus dos hermanos eran banqueros y querían que también él lo fuera. Se presentó a un examen y aprobó pero, curiosamente, lo rechazaron por el tipo de letra que tenía, ya que al ser imprenta, no valía para trabajar en un banco.
Cuando terminó sus estudios, Ferrer trabajó en dos imprentas de mucho prestigio y renombre en Santa Cruz de Tenerife y en la última lo trasladaron a La Laguna como encargado. Allí conoció a Angelita y con su apoyo se animó a abrir su propia empresa. Apenas duró un año porque cosas no le fueron bien y terminó cerrándola. “Había dos imprentas muy importantes y el trabajo se los llevaban ellos. Estaban antes que nosotros y además, eran buenos”, reconoce.
Tenían tres empleados a los que les tuvieron que decir adiós. Vendieron todo, “hasta una ralladora, una máquina específica para hacer libretas, muy buena pero difícil de manejar, y solo lo sabía hacer mi esposo”. Les quedó solo una máquina manual para mudarse a Tacoronte y empezar de cero.
Fue la decisión correcta ya que en este municipio mantuvieron su imprenta durante 55 años y la cerraron hace seis cuando Alfonso enfermó. “De no ser así hubiéramos seguido trabajando”, confiesa su esposa.
Ella aprendió junto a él, que supo contagiarle su entusiasmo. “Era el mejor, manejaba muy bien todas las máquinas y conocía el papel y la cantidad de gramos necesaria para cada tipo”, cuenta.
Sus inicios fueron en la calle El Durazno y la gente los acogió muy bien. Poco a poco se fueron dotando de otro tipo de maquinaria para poder hacer diferentes trabajos. “Nuestros clientes eran muy buenos, entre los que se encontraban los dos aeropuertos, que te encargaban trabajos de muchas responsabilidad, como las etiquetas adhesivas del plan de vuelo. Las que salían mal o no tomaban bien el color había que romperlas, pero bien rotas, -recalca- porque si las cogían se podían colar”. También realizaban los registros mercantiles de toda la provincia, trabajos para el Ayuntamiento, para la mayoría de los bares y restaurantes del municipio, y los sobres que antiguamente se entregaban para guardar las gafas con un código específico.
Talonarios de facturas, comandas. No recuerda ningún trabajo en especial que no hayan podido sacar adelante. “Más bien teníamos precaución porque eran de mucha responsabilidad, y por eso a veces teníamos cierto temor a meter la pata”, relata. Un ejemplo de ello era la impresión de los votos electorales, que requería ser muy cuidadoso y corroborar el nombre y apellido de cada candidatura.
Fueron también los primeros en diseñar tarjetas de boda personalizadas y las etiquetas de los vinos, que eran a color. “El trabajo iba aumentando así que empezamos a dotarnos de otro tipo de maquinaria, más moderna, que además permitía mezclar colores”, precisa.
Al mismo tiempo, su imprenta fue de las últimas que utilizó el componedor y las letras en la caja. Ello consistía en reunir tipos, uno a uno, para formar palabras y páginas, ordenarlas en un componedor y luego imprimirlas. Solo que Alfonso tenía un arte especial para hacerlo.
En sus comienzos Ángela era correctora. Siempre le gustó mucho leer y al no saber cómo manejar las máquinas, decidió ocuparse de esta tarea, “en la que no te aburres porque estás constantemente manipulando las letras y el texto”.
Con el tiempo fue aprendiendo al lado de Viviano, su marido y maestro. Entre otras tareas, a coser los libros. “Se pueden pegar pero el resultado no es el mismo”, asegura.
También se encargaba de la limpieza de las máquinas, una labor que lleva mucho tiempo y que hay que realizar después de cada jornada, porque las tintas acumulan un olor que, aunque para ellos ya era casi imperceptible, a mucha la gente le molestaba cuando llegaba al local. “Si era negro no había problema. Es un cubridor, y por lo general, cuando se hace un dibujo siempre se añade al final y entra en otros colores”, explica Angelita.
Trabajaban sin parar junto a sus dos empleados, incluso hasta la medianoche. “Al cliente había que atenderlo y para ello no había horario”, apunta.
La tinta y el papel se fueron imprimiendo en su vida y en su memoria. “Te compras las máquinas, vas aprendiendo poco a poco, trabajando más cómoda y más rápido y los clientes se quedaban contentos. Poco a poco, me fui enamorando de Gutenberg”, bromea.
Quien la conoce certifica que no paraba. Alfonso y ella eran una buena dupla. Siempre estaban y están juntos para todo, hasta para jugar al dominó, una de las cosas que siguen compartiendo tras la enfermedad de su esposo, que la obligó a traspasar la imprenta.
Ninguno de sus tres hijos, Geila, Malena, y Alfonso, quiso seguir con el negocio. Ella siempre los animó a que fueran independientes. Y lo consiguió. “En realidad lo consiguieron ellos”, subraya.
“A mí me apasionaba el trabajo y más aún, cuando veías la cara del cliente y te demostraba que le había gustado”, confiesa esta mujer de 75 años que ha sido incapaz de regresar al lugar que tanta satisfacciones le dio y que, si volviera a nacer, elegiría, “sin dudarlo”, dedicarse otra vez a este oficio tradicional junto a su esposo.