conversaciones en los limoneros

“Necesitaba escribirla, contar lo que nadie había contado”

José Javier Hernández García, filólogo, autor de la novela “Agua de toronjil y caña santa”
José Javier Hernández García, filólogo, autor de la novela “Agua de toronjil y caña santa”. Fran Pallero
José Javier Hernández García, filólogo, autor de la novela “Agua de toronjil y caña santa”. Fran Pallero

En noviembre de 2023, hace ahora poco más de un año, a José Javier Hernández García (Puerto de la Cruz, 1947), cuyo tío era marqués y lo amonestaba cuando cogía mal los cubiertos, le sobrevino el covid. Estaba vacunado, pero fue tan cabrón el virus que se vio obligado a ingresar en el hospital, donde compartió habitación con un inglés de su edad, loco de Los Beatles, también con covid. Javier, compañero mío de colegio, entrañable amigo de los viejos tiempos, filólogo de la lengua inglesa, le tocó hacer los coros de Eleanor Rigby con el inglés, cada noche, imaginándose los dos que bailaban al sonido de un viejo pick up, con el disco de Revolver encima. Igual Hans Voorman, que fue quien diseñó la portada del disco, cuyos padres vivieron en Tenerife, los iluminó desde el hotel Tigaiga, donde Hans suele pasar sus vacaciones con su familia. Ahora, la prosa y los versos del profesor José Javier Hernández lo sujetan con fuerza a su ciudad natal y su prosa y su lírica descansan inevitablemente sobre los recuerdos y los sentimientos personales y se llenan de la nostalgia de lo que ya no existe y le sigue estremeciendo. Sus libros, artículos, charlas e investigaciones de carácter histórico son siempre memoria de lo cotidiano, envuelto todo en la ternura evocadora de lo que él vivió una vez. Ha escrito mucho y ha publicado menos, pero se ha pasado media vida tratando de encontrar las palabras precisas, las más exactas, para nombrar como corresponde las cosas, las sensaciones, las emociones y los miedos. Conste, para ser honesto, que la mayor parte de esta entradilla es suya, no mía. Yo no soy tan bueno.

-¿Qué queda de nuestra juventud, amigo?

“Queda, por ejemplo, aquel impulso que nos dio Analola Borges, la promotora de un proyecto (la Sección de Estudiantes del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias) que fue de vital importancia para nosotros, sus alumnos”.

-Todos le teníamos cariño. Recuerdo que la llamábamos “señorita”.

“Sí. Como en la parábola, ella dejó caer el granito de mostaza del cual surgió después todo lo demás. Y la capacidad de asombro que preconizaba don Emilio Lledó en su cátedra lagunera sigue también para nosotros en plena vigencia”.

-¿Y qué queda de aquel Puerto de la Cruz de los 60, cuando todos despertábamos a todo, de ese pueblo costero y maledicente?

“Queda la memoria de un lugar especial, muy querido. Queda la cálida amistad de los habitantes y amigos que aún sobreviven. Necesito patear por sus calles y respirar ese aire ensalitrado que antes se depositaba en los viejos y polvorientos tarajales de Martiánez”.

(Joder, aquellos tarajales olían a meada. Pero no, no era que la gente orinara en su tronco, que también, sino que ese era su olor natural. Esos tarajales me parecían tan lejanos de mi casa, y estaban a un tiro de piedra, que llegar hasta ellos suponía una aventura para nosotros, los niños. Ya más tarde, de adolescentes y de jóvenes, fueron testigos mudos de nuestras historias de amor. Ahora que Javier los ha citado, me vienen a la memoria, como los gigantes del Quijote, aquellos árboles que el progreso hizo desaparecer, sobre cuyas raíces se alzan la avenida de Colón y sus edificios colindantes. Y Javier dice:)

“Nunca me tomé muy en serio esa maledicencia que expones. Siempre la vi como una característica insular muy extendida, como una forma de sobrevivir a tanta penuria”.

-¿Y puede existir aún un profesor de filología inglesa en los tiempos del metaverso, el algoritmo, la inteligencia artificial y el Chat GPT?

“Sí, claro que puede existir. Mientras la vida, los huesos y los años me permitan sentarme en el suelo, con la espalda bien apoyada al tronco de un árbol viejo, cerca de un libro y de un tupper con unas croquetas de jamón o unas aceitunas, todo irá bien. Ah, lo del libro es opcional”.

-Tu vinculación con Inglaterra se refuerza porque creo que tienes una hija íntima amiga de Harry Potter.

“En efecto, Maite trabaja en Londres, en la tienda de Harry Potter de King´s Cross”.

-Qué bonito debe ser estar ahí.

“Pues sí, trabaja como manager y está siempre rodeada de sueños y de fantasías, lo cual no es habitual en las personas normales. Me alegro mucho por ella. Cuando termina su horario laboral coge el metro y vuelve a su casa pero ya sin escobas, sin gorro y sin varita mágica”.

(El profesor Hernández García, catedrático de Instituto jubilado, tiene cuatro hijos. Se casó con un bellezón, Ana María Purriños. Tuvieron un flechazo y lo aprovecharon bien. Un matrimonio de una solidez amurallada. La madre de Javier, doña Maite García Barrenechea, que nació en el San Sebastián señorial donde vivía la creme de la creme de la época, era una profesora extraordinaria y una mujer de gran bondad y, sobre todo, de enorme sentido común para la docencia. No recuerdo que hubiera suspendido nunca a nadie. Yo me acuerdo de dos mujeres profesoras con mucho cariño, de ella y de doña Orencia, que nos daba griego en Preu, en el Colegio San Agustín de Los Realejos, donde cuando venía un inspector de Educación salíamos por la ventana. Ni Javier ni yo recordamos por qué, pero sería porque habría alguna irregularidad docente y no convenían los interrogatorios a los alumnos. Por cierto, he buscado en Internet y San Orencio figura en el santoral).

-Oye, y como docente, ¿no sientes vergüenza cuando ves a generaciones de jóvenes haciendo el ridículo en programas de televisión?

“No veo la tele”.

-¡Coño, estoy ante una persona excepcional!

“No, por lo general no la veo, de verdad. Soy más de la radio. A veces algún concurso me distrae porque hace que me evada y me enseña cosas nuevas. De lo que tú me hablas sobre los jóvenes, prefiero mantenerme al margen”.

-Cuéntame tus sensaciones en el covid, junto a un inglés, compañero de habitación del hospital, que cantaba de madrugada Eleanor Rigby, a grito pelado…

“Ingresé con covid en La Candelaria. Lo pasé muy mal, Andrés”.

-Me imagino.

“También lo pasó mal James, mi compañero inglés de habitación, que estaba también muy grave. Los dos, aislados. Una madrugada que no podíamos pegar ojo nos pusimos a cantar Eleanor Rigby, de Los Beatles. Y luego no supe más de él: “Eleanor Rigby, picks up the rice in the church where the wedding has been…”.

-Y así se curaron.

“Cuando nos oía cantar, el bicho del covid salía disparado, como alma que lleva el diablo, como diciendo, estos humanos están locos, aquí no hay nada que hacer. Y escapamos”.

-Te pegó fuerte entonces.

“Hasta el punto de que no podía caminar, había perdido esa capacidad. Y, despierto, soñaba que tenía bajo mis pies el paso de cebra de Abbey Road, flotaba sobre él”.

-Acabas de presentar, en la Económica, tu novela “Agua de toronjil y caña santa”. Háblame de ella.

“Es el trabajo que más tiempo me ha llevado y estoy muy contento con el resultado obtenido”.

-Sin que hagas spoiler, cuéntame más.

“Necesitaba escribirla. Necesitaba contar lo que nadie había contado. Nací y crecí en un entorno que se acostumbró a narrar historias y a romper silencios que podían durar toda una vida. La novela es una gran aventura de cuatro días. Sus personajes, de carne y hueso, se soñaron entre sí (o los soñé yo) y coincidieron en un mismo camino”.

-Conste que no lo sé, pero me lo imagino. Digo que como poeta venerarás a T.S. Eliot.

“Sí, Andrés, adoro a T.S. Eliot. Su Waste Land (Tierra Baldía) nos llenó y nos sigue llenando de vida. Tengo mucha afinidad con la literatura escrita en inglés, porque, por formación, no necesito traducirla y me meto en ella con más confianza”.

-Además, traducir poesía es difícil.

“Muy difícil. Siento también un afecto muy especial por William Wordswoth y su Immortality Ode, o mejor, Ode on Intimations of Immortality. Me emociona cada vez que lo leo. Fue el asunto que elegí para mi tesina y tengo un gran aprecio por estos versos”.

-Madre vasca, padre portuense. A mí tu madre, doña Maite, me influyó mucho. Era una gran profesora. Háblame de ella.

“Madre vasca, donostiarra, padre portuense nacido en la calle Esquivel. Mi madre, como todas las madres, era de dedicación exclusiva, en este caso a su trabajo. Me fui acostumbrando a su “no estar”, pero es verdad que la siento a diario. Estoy acostumbrado a que la gente hable muy bien de ella, aunque todavía me emociona oírlo, lo confieso”.

-Para mí, una profesora extraordinaria.

“Ella me regaló mis primeros libros, un abecedario de recortables y un teatrillo de cartón de Seix Barral, que aún conservo. Y mi padre, otro ser indiscutiblemente bueno”.

-Y tenías un tío marqués.

“Y no veas cómo vivía el marqués en Sevilla. En realidad era marqués consorte, se había casado con una marquesa. Era extremadamente fino y educado, muy estricto con el protocolo y no digamos en la mesa. Una vez comencé a rebañar con el pan una salsa, en el plato; me llamó la atención y puse en un compromiso a mi madre: “Mamá, tú también lo haces en casa”. Mi madre no sabía dónde meterse”.

-En invierno hace pelete en Inglaterra. Y te pegaste un año en el condado de Bedfordshire, en medio de la nieve invernal, pero en un pueblo con historia.

“Sí, efectivamente, en el condado de Bedfordshire, en una casita muy inglesa con un acebo cubierto de nieve, en una carretera entre Flitwick y Ampthill, el pueblo donde se retiró Catalina de Aragón cuando fue abandonada por Enrique VIII”.

-Qué maravilla, ¿no? No el abandono, sino la historia del pueblo.

“Fui muy feliz allí y mantengo contacto con la familia que me alojó, hace ya muchísimos años. Guardo un cariño especial hacia una vecina bastante mayor, Mrs. Hudson, que me recitaba poemas de Gustavo Adolfo Bécquer”.

-O sea, que sabía español.

“No, qué va. Ella no entendía nada de lo que decía pero le emocionaba ver que yo sí comprendía cada verso, cada renglón, cada suspiro. Me contó que su maestra se los había enseñado con catorce años y que los guardaba en la memoria como un tesoro muy preciado”.

(Su abuela paterna siempre lo instaba a no dejar de mirar por el hueco que un nudo había dejado en la madera de la puerta de la ermita de San Amaro, en La Paz, barrio portuense. De alguna manera, el escritor cree que no ha dejado de hacerlo durante toda su existencia: mirar por el hueco de aquella puerta y, ajustando sus espejuelos, descubrir en lo oscuro de aquel espacio cerrado un mundo repleto de realidades que no dejan de asombrarlo, aún hoy. Serafina Núñez, la gran poeta cubana, amiga de Juan Ramón Jiménez, quedó fascinada por esa historia y le prologó a Javier un libro que se titula El Llano de La Paz y su ermita).

“Y, además, volviendo a Bedfordshire, recuerdo que los únicos extranjeros de ese pueblo éramos un chino y yo”.

-Ahí tienes otra novela, amigo.

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