Marta Suárez no tiene otra salida. Si en dos meses no consigue un alquiler, ella y su hijo, diagnosticado con autismo, volverán a dormir en su coche. “Como los monos, vamos de árbol en árbol”, resume la madre, con un profundo sentimiento de agotamiento tras años de saltar de un techo temporal a otro.
Esta es la historia de una lucha silenciosa contra un sistema que, en palabras de Marta, “no piensa en la convivencia ni en la dignidad”. Su caso revela la crudeza del mercado de la vivienda en Canarias: insostenible, discriminatorio y con unos requisitos que son una quimera para las familias vulnerables. Las soluciones institucionales, lejos de ayudar, suelen ser inhumanas o inviables.
Todo comenzó en 2019, cuando Marta logró, casi por casualidad, un techo para su familia en Llano del Camello, en el municipio de San Miguel. “Era un favor del dueño, que no quería contrato porque estaba empadronado allí con su familia”, cuenta. Durante cinco años vivió en aquel piso, pagando, dice, un alquiler de unos 450 euros mensuales. Un precio ajustado a sus ingresos como guitarrista en hoteles del sur de Tenerife.
El trato era claro: cuando la hija del propietario cumpliera la mayoría de edad, tendrían que irse. “Iba a ser un año, pero se alargó hasta cinco”, explica. En julio de 2024, finalmente, cuando terminó el curso escolar de su hijo, entregó las llaves.
A partir de ahí, para Marta, su hijo , su perro y sus dos gatos (mejores amigos de ambos en esta situación) comenzó una verdadera odisea. Primero fueron a la casa de su hermana. “Fue muy difícil. Al final entras en la casa de una persona, invades su espacio y eso genera problemas”, relata. La siguiente parada fue la casa de un amigo. Después, otro intento fallido.
Dos estafas fruto de la desesperación
Tras encontrarse de nuevo viendo el abismo de cerca, Marta, que ojeaba diariamente las aplicaciones de alquiler de viviendas, encontró un anuncio en Marketplace para un piso en Los Abrigos. Parecía una gran oportunidad. Un chollo. “Con toda la desesperación, lo cogí. Ni lo vi. Dije ‘dámelo ya, me da igual, aunque sea una cueva’”, recuerda. La urgencia y la necesidad le jugó una mala pasada. La vivienda no existía. “Me estafaron 350 euros. Aún me deben ese dinero”.
No fue la única vez. Posteriormente, otro intento de alquilar un piso en Llano del Camello terminó igual. “Pagué 200 de reserva y 650 de fianza. No he visto ese dinero. Está denunciado, pero nada avanza”, asegura Marta, quien también quedó atrapada en una batalla burocrática con el empadronamiento. “Bloquearon mi padrón y sin eso no podía inscribir a mi hijo en el instituto”.
Entre estafas, desplazamientos y puertas cerradas, Marta cuenta el coste, “me han robado unos 1.150 euros”, con lo que eso conlleva.
‘Darle una patada a una puerta’
Según Marta, el problema no es sólo la falta de viviendas asequibles. Las condiciones que imponen los caseros son, en su caso, inasumibles.
“Me piden dos nóminas, 1.900 y 2.500 euros demostrables. No soy médico, soy músico. Además, soy madre soltera, y eso ya es otra barrera. Por si fuera poco, tenemos tres animales. Eso también juega en contra”, lamenta.
“Quiero pagar. No quiero que me regalen nada. He trabajado toda la vida dignamente. Pero cuando aparece un piso, al precio que sea y preguntó, te piden condiciones sin ningún sentido que te imposibilitan entrar a vivir. Quieren una parejita noruega, no una madre soltera con hijo. Me han llegado a reclamar hasta un certificado de antecedentes penales. Es absurdo”, relata Marta, Un laberinto que condena a las personas vulnerables a luchar incluso por dormir bajo un techo.
La falta de alternativas llegó a ser tan grave que las propias trabajadoras sociales propusieron opciones extremas. Según Marta, le sugirieron “darle una patada a una casa”, es decir, ocupar una vivienda, ir a un albergue o ceder la custodia del niño a su padre”. Ninguna era aceptable para ella. “Que el sistema haga daño a mi hijo, lo acepto, pero ¿que se lo haga yo?”, se pregunta con firmeza.
Marta rechaza esas ideas de plano. Su prioridad es clara: el bienestar de su hijo. “Como le pase algo, yo me quito la vida en vivo y en directo. Ténganlo en cuenta”, advirtió una vez a la asistente social.
Agotadas todas las opciones, Marta no tuvo alternativa: alquiló un trastero en una nave industrial. Allí, junto a su hijo, pasó varios días. Después vino algo aún peor. Tuvieron que dormir en su coche, un vehículo que, según Suárez, “es enano”.
Aunque su hijo todavía no es mayor de edad, su gran tamaño hacía casi imposible descansar en un espacio tan reducido. “Él no se quejaba, pero dormía encogido, con los pies doblados”, cuenta Marta. “Y eso sin contar a los animales que también llevábamos. Era un auténtico problema”.
El dinero no tardó en acabarse y llegó lo inevitable, esa vivencia que todos hemos oído y que jamás piensas que te vaya a tocar: vivir en la calle.
“Compré una tienda de campaña y un colchón. Pasamos varias noches en La Tejita. Fue terrible, había gente merodeando todo el tiempo”, recuerda.
Pensamientos suicidas
La situación ha afectado profundamente a su hijo. Desde que se fueron de la primera vivienda, el joven ha vagado por hasta tres centros. “No tiene amigos. Si ya de por sí su condición le crea problemas a la hora de sociabilizar, imagínate como están las cosas. Los niños lo rechazan”, afirma.
Según Marta, el menor ha expresado pensamientos suicidas. La presión diaria por no tener un lugar estable se ha convertido en una carga emocional insoportable para ambos.
“¿Quién fue la eminencia que dejó los sueldos por los suelos y los precios de las viviendas en el cielo? Me gustaría conocerlo”, se queja.
Una paradoja del sistema
Hoy, su solución provisional es una vivienda vacacional en el Valle San Lorenzo, en el municipio de Arona. Sólo le queda mes y medio en ella, después, asegura, “tendremos que ir de nuevo a la calle”. Esto es de por sí una paradoja: las casas concebidas para los turistas se han convertido para algunos locales en la única salida. “Estamos aquí porque no hay otra opción. Pero no puedo quedarme para siempre en un sitio que no es para vivir”, afirma.
La única alternativa que baraja ahora es radical: “Estamos planteando comprar una autocaravana. Al menos nadie podrá echarnos de ahí”.
El caso de Marta y su hijo es el reflejo de un sistema que expulsa a quienes no cumplen los criterios económicos de los propietarios y que ofrece soluciones despersonalizadas y deshumanizadas a través de las instituciones. Mientras tanto, el reloj corre para esta madre y su hijo. Cada vez quedan menos opciones.